Un amigo mío
predice que dentro de cien años ya no existirá la religión, que será uno de esos
temas de los que nuestros descendientes hablarán con espanto e incredulidad;
así: «No hace tanto, en el siglo XXI, aún se mataban en nombre de un personaje
ficticio llamado Dios, Jehová o Alá». Yo no lo creo: si tenemos religión desde
hace milenios es por algo y no va a desaparecer tan fácilmente. Tampoco estoy
de acuerdo con otra opinión bastante generalizada: que la religión es el origen
de todos los males y que sin ella la sociedad en conjunto se beneficiaría.
Lo terrible es
el fanatismo y extremismo religiosos. De eso sí que debemos desprendernos en
cuanto antes, atacando de raíz: desde la educación. Eso sí que es una
enfermedad mental, aunque no se nace con ella; es totalmente aprendida. Según
la asociación de psicólogos estadounidenses (American Psychological Association ‒ APA), desde hace un par de
años la creencia apasionada en una fuerza superior hasta el punto en que
entorpece la habilidad para tomar decisiones sobre cuestiones de sentido común se
considera una enfermedad mental. De acuerdo con esta definición, muchos han
afirmado que la religión es una enfermedad mental.
Según mi amigo
—y muchos otros— creer en un dios todopoderoso es algo que va contra toda
lógica y pensamiento crítico. Estoy de acuerdo. Además yo soy atea. Pero me
resisto a aceptar todavía que la religión es una enfermedad mental. O que las
personas religiosas son enfermas mentales. Aunque también estoy dispuesta a
aceptar que sí lo son, si aceptamos también que todos en mayor o menor grado
estamos un poco tocados de la chaveta.
La verdad es que
conozco a poquísimas personas que sean totalmente libres de algún tipo de
religiosidad. Ahora mismo solo se me ocurren tres, aparte de mí. Ninguna mujer,
por cierto. Según mi experiencia, las mujeres tienden a ser más espirituales
que los hombres, aunque conozco también a muchos hombres que lo son. Hablo de
otras creencias, tan espirituales y tan de moda hoy en día, que a mí me suenan
tanto o tan poco razonables como la fe cristiana, musulmana o budista. Hablo de
la gente que cree que el universo conspira para que le vayan bien o mal las
cosas. Y cuando me dicen que creen fervorosamente en esta teoría, la de la ley
de la atracción, respondo que yo también la creo, por supuesto, porque la he
comprobado en mis propias carnes, con un solo matiz: no es el universo, no son
los demás, no es Dios ni tu ángel de la guarda, ni una fuerza espiritual; eres
tú mismo, como individuo que toma la decisión de realizar algo quien toma los
pasos necesarios para conseguirlo. El entorno influye, por descontado, pues no
vivimos en una burbuja y todas nuestras acciones repercuten en los demás y tienen
consecuencias.
Parece ser que
la delegación de responsabilidad es algo muy humano. No podemos con todo, así
que le damos a alguien más grande el papel de haber creado la naturaleza y lo
que vamos alcanzando el conjunto de la humanidad.
Yo creo en mí
misma y en muchas otras personas (todas de carne y hueso). No creo en nadie
superior a mí, pero sí admiro a infinidad de personas de las que aprendo
constantemente, algunas mayores que yo, otras muchísimo más jóvenes y —en
teoría— con menos experiencia, pero entiendo que no todo el mundo sea así. Para
algunas personas creer en sí mismas es demasiado abrumador y necesitan delegar
esa responsabilidad a un ser o una fuerza superior.
La religión es
un tema que surge a menudo en las conversaciones que mantengo con la gente, y
no hace falta que sean amigos; es como hablar del tiempo: enseguida sale. Creo
que la culpa es mía, pues no soy muy dada a hablar de trivialidades con tal de
hablar de algo. Por eso, cada vez que conozco a alguien nuevo, que es a menudo,
hablamos de temas interesantes, y la religión es uno de ellos. Yo siempre digo
que soy atea gracias a la iglesia católica, pues me quisieron meter la fe por
un tubo y ya de pequeña vi que eso no se aguantaba por ningún lado. Aun así, no vi la luz hasta los doce años. Ahora escucho a mis hijos razonar sobre todo
eso y me admira su inteligencia y que hayan tardado tan pocos años en pensar de
manera crítica y lógica. Pero es que a ellos nadie les dijo, sin admitir
réplica, que Dios existe y también el cielo y el infierno, adonde irán a parar dependiendo de si son buenos o malos. Y me sorprende, nunca deja de
sorprenderme, esa gente que admite haberse educado también en la fe católica y
proceden a contarme los horrores a los que los sometieron para concluir que aun
así creen en Dios, pero son agnósticos, es decir que tienen su relación
personal y privada con el creador. De hecho, conozco a muy pocos ateos como mi
amigo, el que cree que esto se acaba, y como yo y un par más que nos creemos
que no necesitamos depender en alguien superior.
Otro amigo me
comentó hace un par de días que está habiendo un resurgimiento de cristianismo
en Australia. Pues que Dios nos coja confesados, digo yo. No me gusta, no me
gusta porque en el parque un día un niño se puso a hablar de Dios y cuando uno
de mis hijos le contestó que él no creía en el todopoderoso, el otro le dijo:
«Pues eres estúpido». Mis hijos no son estúpidos pero sí muy sensibles y a mí
no me han oído jamás decir que alguien es estúpido porque no comparte mis creencias,
ya sean sobre religión, educación, política o el color rosa. La cosa terminó
así: «Mamá, vámonos, y no quiero volver a jugar nunca más con niños que van al
colegio. Esperaremos a que se terminen las vacaciones para que no puedan ir al
parque».
Una de las
grandes sorpresas que me llevé durante mi primer año en Australia, hace ya mil
años, fue descubrir un folleto religioso sujeto con un imán en la nevera de una
chica un par de años menor que yo. Me sorprendió tanto que le pregunté qué era
eso. Me explicó que sus padres la habían criado sin religión, como si Dios
estuviera ahí en el trasfondo pero incluir la religión a todas las otras tareas
de la escuela y la vida requiriera un esfuerzo demasiado grande, y total para
qué, en ningún trabajo se la iban a pedir. Así que fue ella misma, a los
veintitantos años, quien decidió suplir esa carencia y ahora iba a misa todos
los domingos y se había convertido en mejor persona, algo que repercutía
positivamente en la relación con su marido y sus hijos, todavía pequeños.
Me quedé de piedra y recuerdo que pensé: ¿Por qué alguien que ha tenido la
suerte de ahorrarse el adoctrinamiento religioso en la infancia, va y lo busca
de adulta? Más tarde leí sobre casos similares. Recuerdo, por ejemplo, una
novela de Rohinton Mistry en la que el protagonista, criado sin religión,
decide adoptar una y emplea un largo tiempo en visitar iglesias y templos para
aprender sobre todas ellas antes de decidirse por una.
Ahora ya no me
sorprende que la religión o la espiritualidad sea necesaria porque ya tengo muy
claro que para la mayoría de gente tomar decisiones sobre su propio destino
supone un esfuerzo demasiado grande. Reconozco que a mí también me pasa: a
veces tomar una decisión sobre algo es superior a mí, no me decanto por una opción u otra, y por fin me
digo: lo dejo al azar y a ver qué pasa, aunque un amigo me dijo que no hacer
nada, dejarlo reposar, también es tomar una decisión.
Otra cosa que me
sorprendió de esa madre joven que acababa de abrazar la religión por primera
vez en su vida fue que esa afición era algo suyo en lo que el resto de la
familia no participaba, como si fuera una clase de yoga o bricolaje. Vamos, que
no parecía querer imponerlo a nadie más, ni siquiera hablaba sobre ello. Ese es
el tipo de persona religiosa que me ha interesado durante años y en la que me
basé para crear el personaje de María en mi novela Nunca dejes de bailar. He
conocido a otras. En especial recuerdo a una, una señora de unos sesenta años
que me pareció una bellísima persona, llena de vida y alegría. Durante el breve
tiempo que la traté jamás me mencionó a Dios. Fue en la época en que vivía en
Singapur y ella estaba allí de visita. Cuando se hubo marchado, su hija me
contó que en su familia habían sido siete hermanos, pero ya solo quedaban
cuatro porque cuando ella era adolescente habían sufrido un terrible accidente
de tráfico en la furgoneta en la que viajaba toda la familia, los nueve
miembros que eran, y en el que murieron el padre y tres de los hijos. Mi
pensamiento cuando escuché ese relato fue para la madre: no podía creerme que
una persona tan alegre, amable y optimista hubiera pasado por eso, y le
pregunté a su hija cómo era posible. Esto fue lo que me contestó: «Mi madre es
una persona muy religiosa. Es la fe en Dios lo que la hizo seguir adelante». Ni
siquiera visitó jamás a un psicólogo. La creencia en algo que a mí me parece
inventado le proporcionó la fortaleza para centrarse en lo que le quedaba aquí.
He conocido a otras madres que han perdido a sus hijos, algunos muy pequeños, y
es el amor a Dios lo que las ayuda a continuar adelante. Pues solo por eso,
digo yo que la religión es buena. Y más barata que el psicólogo, las drogas o
el alcohol.
No volví a verla más
pero siempre he recordado a esa señora extraordinaria y he conocido a otras
mujeres profundamente religiosas que sin embargo llevan su fe de forma privada.
En cambio, la gente que a la más mínima saca el tema del universo conspirador
¿no se pasan un poco pregonando su religión?