Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

viernes, 18 de marzo de 2016

Ser mujer en el siglo XXI

Cuando me dispongo a escribir este artículo, han pasado solo unos días desde que se celebrara un año más el Día Internacional de la Mujer. Me llama mucho la atención que en los últimos años haya tenido tanta repercusión este día, al menos en las redes sociales, y que se felicite a las mujeres de manera similar al Día de la Madre o de San Valentín. Hace una década o dos pasaba menos desapercibido.
Yo no tuve constancia de esta fecha hasta el año 2000. En tal día me encontraba en Camboya, donde el Día de la Mujer es festivo. Había ido a la playa con Mark, mi compañero de viaje, y nos sorprendió encontrarla llena de niños rebosantes de alegría por tener fiesta de colegio. Sin haberme visto nunca antes, se acercaron a mí para tocarme la ropa y regalarme flores, como si el motivo de la celebración fuera gracias a mí, por el mero hecho de ser mujer. Mark me invitó a cenar para celebrar «mi día» y anduve toda la jornada con la sensación de que era mi cumpleaños, así que ese año tuve dos en el mismo mes.
No me preocupé por averiguar si a los niños camboyanos les explican el significado de tal fecha, aunque imagino que al menos algunos son curiosos e inquisitivos como lo era yo de niña (y sigo siendo, por supuesto) y deben de preguntar como mínimo por qué hay un día para la mujer y no uno para el hombre. Esa es la razón principal por la que me parece positivo celebrar el Día de la Mujer: para que los niños sean conscientes desde temprana edad de la necesidad de seguir pugnando por el cambio y el camino hacia un mundo más justo entre hombres y mujeres.
Resulta que el Día Internacional del Hombre sí existe; es el 19 de noviembre. Yo hace años que lo sé y me pregunto por qué no lo sabe todo el mundo y sobre todo esos hombres que se quejan de que ellos no tienen su día. Me recuerdan a mí cuando de pequeña un Día de la Madre le pregunté a la mía cuándo era mi día, ¡el de la niña! (me contestó que el 6 de enero…) Antes de lamentarse públicamente en las redes sociales, podrían hacer una búsqueda en Google que no les llevaría más de dos segundos para tener la confirmación de que en el Día del Hombre se busca promover más o menos lo mismo que en el de la mujer: la igualdad entre los géneros, con la variante de que se celebran los logros y contribuciones de los varones hacia la sociedad, la familia, el matrimonio y el cuidado de los niños.
Supongo que los que se quejan son machistas. Los hombres feministas no se quejan y reconocen la necesidad de hacer ruido cada 8 de marzo y cada día del año, porque las estadísticas siguen siendo espeluznantes. Lo más alarmante es la violencia de género, pero lo que a mí no me entra en la cabeza es que las mujeres reciban un salario menor por realizar el mismo trabajo que los hombres.
La primera vez que supe que esto es así y es perfectamente legal fue cuando a los diecisiete años le conseguí un trabajo a mi hermano en una tienda de motos. Yo ya trabajaba para la dueña, cuidando de su hijo de tres años más de lo que lo hacía ella. Era un niño falto de cariño, tildado de desobediente y «malo»; ese trabajo me marcó e influenció mi manera de ver la maternidad, aunque eso es otra historia. La cuestión es que cuando la madre me preguntó si tenía alguna amiga que pudiera trabajar en la tienda, le contesté que no pero que mi hermano acababa de llegar de la mili, buscaba trabajo y era un apasionado de las motos: sería ideal para el puesto. Su respuesta me dejó atónita: «Prefiero una chica para poder pagarle menos».
Esa mujer era una víbora. Cuando se lo comuniqué a mi hermano, me dijo que el dinero no le importaba y al final la víbora accedió a contratarlo. A mí me pagaba una miseria por cuidar de su hijo cinco o seis horas diarias (en teoría eran tres pero la teoría nunca coincidía con la práctica) y al cabo de siete u ocho meses insistiendo en que me subiera el sueldo (cada mes me respondía que sí, pero no lo hacía) decidí que no me compensaba sacrificar tantas horas que podía dedicar a mis estudios para recibir solo veintidós mil pesetas al mes. La víbora aceptó mi dimisión con buen talante, pero se vengó al día siguiente despidiendo a mi hermano.


Las mujeres que trabajan fuera de casa, o que tienen un trabajo aparte de las tareas de casa y cuidar a los niños, no se libran de lo primero; simplemente, acumulan más tareas a su ajetreada vida. No es así en todos los casos. De hecho, conozco a un puñado de padres que trabajan y se ocupan de la casa y de los niños más que sus compañeras. Pero siguen siendo una minoría, y en mi caso nunca ha sido así. Yo pertenezco a ese grupo de mujeres idiotas que se creen que lo pueden hacer todo y trabajan más que nadie. De pequeña había oído a mi madre comentar eso sobre mí: que era muy trabajadora. Lo decía con admiración, a sus amigas, pero una vez que la oí me sentí tonta y pensé que debía dejar de ser tan aplicada. Mi madre decía que yo estudiaba con mucho tesón preparándome a conciencia y con tiempo, y admiraba eso porque ella, de estudiante, era de las que empollaba la noche antes y se sacaba el examen de griego con excelente y sin gran esfuerzo. Como siempre la he admirado, pensé que yo también quería ser así de inteligente y no tan hormiguita trabajadora.
Sin embargo, han pasado muchos años y me temo que poco he cambiado en ese aspecto: sigo siendo más trabajadora que inteligente. Las mujeres inteligentes son las que deciden cuidar de la casa, de los niños y del marido, o se dedican a su carrera y no tienen hijos. Yo siempre quise tener hijos y carrera; lo que no tenía claro era lo del marido, porque los que se implican lo debidamente necesario escasean: no hay para todas.
Sin embargo, creo que en los últimos cinco años algo he ganado en inteligencia. Algunas cosas han cambiado desde que hace un año y ocho meses publicara mi artículo Sí, yo también trabajo. Lo más destacado es que ahora soy propietaria de mi casa y que el padre de mis hijos hace más de medio año que no me da nada para su manutención. Es decir, que ni mis hijos ni yo dependemos absolutamente para nada de mi exmarido ni de ningún hombre, a pesar de que por ley no debería ser así. Para mí esto es importantísimo; me da una sensación de libertad grandiosa, aunque espero que la situación no sea permanente, pues si tienen un padre no veo por qué tengo que mantener a los niños yo sola.
Dentro de unos días cumplo años. El otro día lo comentaba con mi amiga Rosa, a la que conozco desde que teníamos catorce, y este año ya contamos con ¡cuarenta y cinco! Y quién me iba a decir que de los cuarenta a los cuarenta y cinco iba a ligar yo tanto. Y además sin querer. Me separé hace justo cinco años, en febrero. En marzo, para mi cumpleaños, di una gran fiesta. Celebraba mucho más que haber completado otra década. Me aferré a ese dicho popular como excusa para pasar página: la vida empieza a los cuarenta. Incluso anuncié que se trataba de mi crisis de la mediana edad; era el momento de pasar por ella y cambiar mi vida. Lo cierto es que un par de acontecimientos me empujaron a decir que hasta aquí hemos llegado. Uno de ellos fue la enfermedad de mi madre, que me hizo reflexionar sobre su vida y sobre la mía. Tarde, pero por fin tomé la decisión certera de que el matrimonio no es para mí, nunca lo fue. Según mis observaciones, hay infinidad de mujeres como yo, que prefieren vivir sin un hombre.
Una de las sorpresas que me llevé al dar ese paso fue la cantidad de mujeres que me felicitaron y confesaron en secreto que no eran felices con su pareja pero no se atrevían a romper la relación por miedo a perder a sus hijos. Otra sorpresa fue descubrir que otras mujeres supuestamente felices en su matrimonio consideran a las separadas una amenaza. Una de ellas me dijo que para que un matrimonio funcione hay que tener al hombre controlado, como a los niños. Ah, por eso a mí no me funciona: porque no soporto que me controlen y mucho menos busco controlar a nadie.
Me fijo en las que están solas y son mayores que yo. Viudas o separadas, con los hijos ya más o menos emancipados, disfrutan de una autonomía feliz que es imposible no ver. Están por todas partes. Es fácil distinguirlas porque viajan solas y sonríen. Son tantas que se reconocen entre ellas y aun sin conocerse se saludan con ligeros movimientos de la cabeza. Yo las veo y pienso: de mayor quiero seguir siendo como ellas.
Y me pregunto si a los cincuenta, sesenta o setenta años estas mujeres siguen atrayendo a los hombres. Sin haberlo experimentado todavía de primera mano, estoy segura de que sí. Si yo, a los cuarenta años y con dos niños pequeños junto a mí a todas horas, me los tenía que quitar prácticamente de encima, estoy segura de que existen hombres que admiran la autonomía, autoestima y confianza en una mujer madura. Aunque parezca paradójico, les atrae el hecho de que las mujeres no los necesiten para nada más que para dar y recibir amor (y/o sexo). Yo las encuentro hermosísimas.
Y lo mejor es que con esta actitud una atrae a hombres feministas, por fin, o al menos que creen serlo: hombres que en teoría ven la necesidad de apostar por la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres. Y digo «en teoría» porque en la práctica incluso esos tienen a una madre detrás que insiste en hacerles la comida o lavarles la ropa, sobre todo si el hijo, aunque ya mayor, está desemparejado. Y es que vivimos en una sociedad machista y todavía queda mucho por hacer. Yo vivo sola (con mis niños) y no tengo a ningún hombre preocupado porque no voy a ser capaz de hacer un agujero en la pared. ¿Por qué? Porque soy feminista y los que me conocen saben que si necesito ayuda, la pediré, pero lo más probable es que no lo haga porque para hacer agujeros en las paredes no se aconseja usar un pene, que los haría demasiado grandes. Pero hay hombres que van de feministas y no ofrecen ninguna resistencia a sus madres machistas. La mayoría de las veces me parece que lo hacen por no herir los sentimientos de su madre y por eso avanzamos tan lentamente.

Los causantes de la desigualdad de género son tanto hombres como mujeres. El sexismo es cosa de todos, como el racismo. No es algo que tengamos que solucionar las mujeres solas porque resulta que muchas de nosotras somos machistas. Es el deber de los hombres luchar también por conseguir un mundo más igualitario. Y no hay suficientes hombres feministas; se necesitan muchos más.
Personalmente, no tengo amigos machistas. Todos son feministas, y si no lo son, lo disimulan bien y saben lo que no deben hacer o decir. Sin embargo, tengo amigas machistas que no vigilan sus palabras o comportamientos. Hacen comentarios que me entristecen siempre, y me sorprenden. A una de ellas se le pinchó un día una rueda del coche, y su lamento fue: «¿Ves? Por eso necesito un novio. Tengo que encontrarme uno ya mismo». Su hija de siete años y yo intercambiamos una mirada, pero para qué discutir: hay mujeres que de veras ven la necesidad de tener a un hombre por razones como esta. Sin embargo, un hombre se lo tiene que pensar dos veces antes de afirmar en público que necesita a una novia para que le lave la ropa o le haga la comida. Tengo otra amiga, diez años menor que yo, que insiste en lavar los platos de un amigo común cuando vamos a su casa y que llama «zorras» a las mujeres promiscuas; a los hombres promiscuos no les da calificativo, porque según ella, todos son así, ya se sabe, pero nosotras no.

Cuando me quedé embarazada por primera vez tuve la corazonada de que era una niña. Fantaseé con educarla para ser guerrera, como yo; es decir, para que se valiera por sí misma y jamás pensara en un hombre como en alguien que la protegería o de quien dependería, sino en alguien con quien compartir los placeres de la vida y en quien buscar apoyo y compañerismo a partes iguales. Decidí averiguar el sexo de mi bebé antes de que naciera, y menos mal que lo hice porque la sorpresa que me habría llevado el día del parto habría sido de pasmo. A mi marido le hizo una ilusión descomunal que nuestro primer hijo fuera un varón; jamás olvidaré su alegría frente a mi boca abierta y mi pregunta escéptica al doctor: «Está seguro?» Me repuse pronto y la verdad es que me hizo ilusión saber algo más de ese bebé. Estábamos en Barcelona de visita, y se lo comunicamos a todos los amigos y familiares. Mi padre expresó una alegría parecida a la de mi marido, pues ese sería su primer nieto varón. Yo, como mujer, sentí que perdía una batalla, aunque uno de mis mejores amigos me dijo: «Te pega tener un niño; va con tu personalidad». Nunca supe exactamente a qué se refería con eso y además me daba miedo preguntárselo. Después de que llegara mi segundo varón, recuerdo un día en que debí de sentirme especialmente agobiada de trabajo y responsabilidad quejarme a mi madre de que me sentía como la chacha de tres hombres.
Mi marido no quiso tener más hijos. Yo habría tenido dos más: si hubiera podido escoger, habrían sido dos niñas gemelas. Después de separarme me planteé tener otro hijo, ¿quizá una niña por fin? Si no lo he hecho es por tres razones: tener que negociar con otro hombre (el padre) se me hace demasiado cuesta arriba, no habría sido capaz de acostarme con uno cualquiera con el único propósito de engendrar y esconder un secreto toda la vida, y visitar un banco de esperma se me antojó demasiado complicado: para empezar, había que someterse a un test psicológico, con lo cual lo probable es que hubiera terminado discutiendo con el psicólogo. Así es que lo dejé correr y seguí contenta con mis dos hijos varones. Además, para entonces ya tenía muy claro que esta guerra es de todos y que está en mis manos educar a dos varones humanistas, que lucharán por conseguir la igualdad entre hombres y mujeres tanto como yo.
Aunque a veces me ha preocupado cómo les pueda influir el ejemplo de su padre, me niego a interferir, pues ya no estamos juntos y él sabrá lo que hace con su vida; ya no es problema mío. Los niños lo adoran y eso me complace, aunque acaso sea porque lo ven poco. Eso sí, si alguna vez me llega información que creo incorrecta, no me callo y expreso mi opinión con toda su fuerza. Como cuando el año pasado mi hijo mayor me informó de que en una de sus visitas, su padre había limpiado el suelo de la cocina «porque tú no lo haces». Le tuve que decir que yo sí lo hago, aunque nadie se dé cuenta, pero el suelo se ensucia a diario, porque lo pisamos todos, y yo no tengo por qué ser la que lo limpia: lo puede hacer también su padre sin la añadidura de que yo no lo hago, incluso podrían hacerlo ellos, los niños, ya que ni el padre ni los niños van a trabajar o al colegio, y de los cuatro, la que más ocupada está soy yo.
            Por suerte ahora tengo mi propia casa y limpio el suelo de la cocina cuando me da la gana y si a alguien no le gusta que no lo mire o que lo haga él. Sigo educando a mis hijos en libertad y me gano la vida con mis libros. Tengo demasiadas cosas entre manos y si eliminara unas cuantas, mi vida no sería tan caótica y mi preciosa casa nueva estaría más ordenada. Pero yo soy así: organizada en mi desorden. Vivo como quiero y como cuando tengo hambre. Creo que jamás he estado tan bien y he escrito este artículo en el mes de la mujer con la esperanza de inspirar a otras mujeres y hombres a resistir ante la desigualdad y el estancamiento de los roles tradicionales.