Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

viernes, 17 de julio de 2015

Historia de un libro

Me pregunto si alguna vez volveré a invertir tantos miles de horas en la creación de un libro como he hecho con Amanecer en el Sudeste Asiático. He terminado, por fin, de repasar por última vez la versión inglesa; está ya maquetada y a la espera de publicarse en formato electrónico el próximo día 26. Pronto estará también disponible en papel.
Hace unos meses decidí que este libro saldría enteramente publicado bajo mi sello editorial. Quizá entonces pueda olvidarme un poco de él, como he hecho al menos con otros dos, no porque estén faltos de cariño, sino porque prefiero que vuelen solos, que sean ya otras personas las que los lean y hablen de ellos, y yo pueda dedicarme a soñar con los libros futuros que tengo en la cabeza.
Sin embargo, esta obra lleva tantos años presente en mi vida que no dejo de preguntarme si algún día podré abandonarla. Hoy cuento su historia una vez más, no la del viaje, sino la del libro.
La idea de escribirlo surgió antes o durante el viaje; ese detalle no lo recuerdo, pero sí sé que lo primero que le dije a mi madre cuando regresé a Barcelona el 26 de julio de hace exactamente quince años fue: «Ahora voy a escribir un libro». Tardé un par de semanas en ponerme, pero no me detuve hasta que lo finalicé, ocho meses más tarde. Recuerdo muy bien esas horas de trabajo, unas cuatro o cinco al día, a veces más, nunca menos. En esa época era más difícil encontrar documentación fidedigna, que yo me empeñaba en contrastar con mis notas, aunque al final siempre ganaba lo que aprendí y experimenté de primera mano. La sensación más viva de esos días era de asombro: mientras relataba mis propias aventuras me costaba creer que de verdad me hubieran pasado a mí y a veces sentía un miedo retrospectivo que no asomó durante el viaje. Por ejemplo, cuando en Aceh un soldado del ejército indonesio me apuntó en la cara con su arma al confundirme por un hombre (porque estaba oscuro, me había cortado el pelo casi al rape y no llevaba el velo musulmán de las mujeres) no sentí el menor atisbo de temor. En cambio, después de haber sufrido un accidente en las Tierras Altas de Cameron en Malasia, los trayectos en autobús en la isla de Nias de Indonesia resultaron un suplicio, durante el cual sí me despedí mentalmente, agradecida por la corta vida que me había tocado, e imaginaba ya mi funeral y la pena de mi familia, al mismo tiempo que intentaba recordar si le había dejado escrito a mi madre que no me entierren, que me quemen, o se lo había dicho solo de palabra. A veces tenía que interrumpir la escritura, tal era el shock postraumático al revivirlo todo de nuevo, aunque en general disfruté infinito relatando mi aventura. El recuerdo más memorable de ese proceso creativo lo constituyen las llamadas de mi amiga Tatiana, preguntando siempre: «¿Por dónde vas?». A mi respuesta, replicaba, a su vez, una de dos: «Qué rápida» o «Date prisa, lenta, que lo quiero leer».
Cuando lo terminé pensé: Es lo mejor que he escrito. Diez años más tarde seguía pensando que era lo mejor que había escrito, y algo más alarmante: que quizá no fuera capaz de escribir nada mejor. En los últimos cuatro años he descubierto que soy capaz de escribir más y mejor, y que el camino hacia la perfección es inacabable. Es una perspectiva maravillosa en gran parte porque me la digo yo misma: nadie me ha advertido de que tengo todavía mucho por aprender (o quizá sí, pero como no escucho a la gente demasiado dadivosa con los consejos, no me acuerdo). Lo he visto yo misma, aunque me han corregido y criticado amigos y lectores, y creo que he tenido la suerte de que lo han hecho de manera franca. Nunca he recibido una crítica con inquina, o al menos no me lo ha parecido, como se quejan otros escritores de sí haber recibido; será que yo no tengo nada que envidiar, o que mi aspecto angelical desanima a cualquiera a hacerme daño (me decanto por esto último).
Animada tras haber completado un gran trabajo, registré mi obra, tal como se hacía en aquella época: fui a ver a un señor que le puso sellos a las más de trescientas setenta y cinco páginas que le llevé, me hizo pagar unos doscientos euros y me felicitó. Además la presenté a un concurso, el de los grandes viajeros, que se convocaba ese año por primera vez. Esperé a saber que no había ganado, ni siquiera quedado finalista, antes de enviarla a cinco editoriales especializadas en literatura de viajes; ahora creo que ya no existe ninguna. Las cartas de rechazo fueron llegando poco a poco, cuando yo ya no estaba para recibirlas, pero mi madre me las guardó.
En las cinco respuestas alabaron mi trabajo; la excusa del rechazo era que no se ajustaba a su línea editorial. Fue entonces cuando empecé a perder respeto por las editoriales. Me decepcionó su falta de visión en el futuro. Yo tenía fe en mi obra no porque me considerara una escritora excepcional, sino porque era algo diferente, un tipo de libro que no existía en el mercado español: el relato de una mochilera. Y el mensaje que deseaba enviar al mundo era que no se necesita demasiado dinero para viajar y que se aprende mucho más de la vida observando el mundo de esta manera que estudiando una carrera. Sentí la necesidad de expresar e inspirar a más jóvenes españoles a hacer lo mismo. Supongo que fue una idea ingenua por mi parte; entonces no había crisis y éramos menos los que rechazábamos una vida acomodada a cambio de otra más incierta y plena. Aun así, siempre pensaré que habría tenido éxito y más aún porque hace quince años todavía no existían los blogs, y no digamos los blogs de viajes. Mi carrera literaria habría despegado entonces, una década antes, pero tampoco importa; a cambio viví otras experiencias.
Durante los diez años siguientes mi obra estuvo en un cajón. La leyeron mis amigos, los que se interesaron por ella, que fueron bastantes. En el año 2010 Tatiana me pidió que leyera el libro de una amiga. Antes de saber nada más le advertí que no por ser su amiga iba a ser piadosa y, de hecho, me predispuse a que no me gustara. Tatiana insistió y accedí a leerlo, lo cual hice en dos días. Me gustó tanto que fui a la única librería de Barcelona donde se encontraba el libro en papel y compré todos los ejemplares para regalarlos. La autora se enteró y contactó conmigo cuando ya estaba de vuelta en Australia para agradecérmelo y regañarme al mismo tiempo: podría haberle comprado los libros directamente a ella. Pero yo todavía no tenía ni idea de cómo funcionaba la autopublicación, ni siquiera sabía que ese libro era autopublicado. Inicié una relación amistosa por correo con la amiga de mi amiga, que se había enterado de que yo también escribía. Enseguida me pidió que le mandara algo. Le envié varias cosas antes de hablarle de «mi mejor obra». Lo leyó todo y estuvo de acuerdo en que Amanecer en el Sudeste Asiático era lo mejor, y además me urgió a que lo publicara.
Entonces me costó creer que hubiera dejado pasar una década sin hacer nada más, pero me recordé a mí misma que una vez perdida la fe en las editoriales, no había nada más. De todos modos, decidí volverlo a intentar. Esta vez busqué a una agente literaria. Mandé cartas a unas treinta; me contestaron tres o cuatro. Una de Madrid se interesó, me pidió la obra entera. Al cabo de un mes me informó de que sus lectores habían redactado informes favorables, así que aceptaba representarme. En su página web aparecían varios escritores famosos; entre ellos recuerdo especialmente a Zoé Valdés. Transcurrieron seis meses más durante los cuales mi agente literaria intentó colocar el libro en una editorial. Hubo varias interesadas; una de las grandes la aceptó y al final se echó atrás.
Durante todo este proceso yo pensaba: ¿Por qué ahora y no hace diez años? Mi libro se me antojaba ya obsoleto, a pesar de haber más viajeros de mochila ahora que una década antes. Quizá las editoriales pensaran lo mismo, porque al final resultó que ninguna lo aceptó. Mi agente se disculpó con estas palabras: «Hay crisis. Es un mal momento para las editoriales», como diciendo: no eres tú, son ellas.
Lo positivo de todo eso fue que alguien en el sector editorial llegó a considerar mi obra seriamente. Era todo lo que necesitaba para no volver a descartarla. El 8 de abril de 2012 salió publicada en Amazon la versión digital de Amanecer en el Sudeste Asiático. Antes, invertí tres meses en aprender todo lo disponible sobre la autopublicación de libros electrónicos, y continué aprendiendo durante los años siguientes; entre otras cosas, a maquetar mis propios libros electrónicos en html.
Eran buenos tiempos para la autopublicación en Amazon en España porque había menos competencia que ahora. Mi libro se situó rápidamente en el número uno de los más vendidos en todas las categorías de viajes, a un precio no más bajo de cuatro euros. Mi meta era presentar una obra de la manera más profesional posible para que los lectores no sospecharan que no había una editorial tradicional detrás, por eso me negué siempre a venderla a un euro como entonces hacían casi todos los autoeditados.
La acogida en gran parte positiva que tuvo mi primera obra me animó a seguir publicando. Además, me dispuse a narrar mi segundo gran viaje, el que no escribiera diez años atrás, desanimada porque el primero no hubiera recibido una oportunidad. Con Hacia tierra austral me demostré a mí misma que podía escribir mejor; como obra literaria, a mí me gusta más que su predecesora, y el hecho de que se vendiera menos tiene muy poco que ver con la calidad, como suele ocurrir. 


Me decidí a traducir Amanecer en el Sudeste Asiático por varias razones; han pasado tantos meses desde que di ese paso que no las recuerdo todas. Al menos una de ellas debió de ser que por fin lo pudieran leer Mark y Brad, personajes reales de mis libros que, además, jugaron un papel importantísimo en mi vida. La traducción ha supuesto otro gran proceso de aprendizaje para mí. Quise encargarla a un buen profesional, para mantenerme en mi empeño de ofrecer un producto de calidad. Encontré a Brendan Riley en LinkedIn, y desde el primer momento establecimos una relación fructífera. Al escogerlo a él me dejé llevar por mi instinto y no me equivoqué. Brendan ha realizado una labor de traducción excelente, pero al trabajar con él volví a constatar lo difícil que es que alguien interprete la palabra escrita de la misma manera en que yo la imaginé. A lo largo de estos meses he corregido infinidad de errores, no solo del inglés, sino también del original. Así ha sido como he descubierto que ahora escribo mejor: al tener que volver a revisarla no he podido evitar reescribir frases enteras y borrar multitud de palabras innecesarias. Ahora solo me queda ver cómo acogerán los lectores la versión en inglés, si se venderá... Yo apenas voy a promocionarla, me cansa tanto eso... pero mi entorno es predominantemente anglosajón y algunos de mis amigos la leerán. Con eso ya me doy por satisfecha. Ahora por fin puedo dedicarme a otras cosas, entre ellas, traducir mis propias obras.