Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Sobre la paz en el mundo

Cuando se acercan las fechas navideñas, se habla de paz más que en cualquier otro momento del año. Al menos en el mundo cristiano, que es el que conozco mejor. De pequeña no dejaba de sorprenderme que en el programa especial de Nochevieja en TV1 el deseo de todo el mundo –los presentadores, los famosos que salían a cantar o hacer comedia, los telespectadores que llamaban al programa– fuera siempre el mismo: que haya paz en el mundo. Sin embargo, no la había, y al año siguiente volvíamos todos a desear lo irrealizable. También era popular el deseo de que se erradique el hambre, sobre todo que ningún niño pase hambre. Eso tampoco se ha cumplido todavía, aunque en los países occidentales hay sobreproducción alimentaria y en general se come más de lo necesario y también se desaprovecha y desecha gran cantidad de comida. El tema sobre el que reflexiono hoy, sin embargo, es el de la paz, que me parece mucho más inalcanzable que el del hambre.

Durante este año que ya termina he revisado la versión en inglés de mi primer libro de viajes, Amanecer en el Sudeste Asiático, así que he vuelto a releer lo que viviera y escribiera por primera vez hace quince años. Lo había revisado infinidad de veces antes, pero en esta ocasión me llamó la atención esta frase que escribí en 2001: «Mientras contemplábamos los vestigios de tanto dolor y sufrimiento, otros se mataban en Kosovo o Chechenia –por mencionar solo dos–, lugares a los que sin duda algún día iremos para visitar sus museos abogando por la paz. Y en ese futuro, mientras tanto, se seguirán librando guerras en otras partes del mundo, pues estas son innatas en el hombre y han existido desde el principio de los tiempos». Aunque no deja de ser cierta, me pareció extraña en 2011, cuando repasé de nuevo el libro después de haberlo abandonado durante varios años, desde mucho antes de tener hijos. Pensé que mi opinión respecto a por qué hay violencia en el mundo había cambiado desde que soy madre y también gracias a un par de libros que profundizan sobre este tema y me convencieron de que la paz mundial sí es posible (aunque ninguno de nosotros viviremos lo suficiente para verlo). Aun así, no cambié nada, pues a esa conclusión llegué a raíz de lo que observé en países devastados por la guerra, mientras viajaba sola, sin niños, y todavía era una veinteañera. Me alegró comprobar que había evolucionado y, después de tener hijos, había recuperado la fe en el ser humano.

Ese año, en 2011, y el siguiente, cuando por fin se publicó mi primer libro, mi fe en la paz mundial era grande, diría que enorme, y continuó creciendo durante al menos un año o dos más. Ha sido durante este año cuando ha empezado a tambalearse de nuevo y me ha vuelto a la memoria esa frase que escribí y que ahora he plasmado además también en inglés: «And in that future, meanwhile, wars will continue to break out in other parts of the world, because these impulses are innately human and have existed since the beginning of time».

La razón de que me vuelvan a asaltar las dudas no es lo que está pasando en el mundo a gran escala, que es muy preocupante, sino lo que continúa fomentándose en pequeño, en el ámbito particular de cada familia. Me alarma que después de cada atentado se hable de represalias, de venganzas y de castigos y que a tantas personas le parezca lo normal, porque es lo único que funciona. Yo no creo en el castigo ni la venganza, de ningún tipo, ya lo saben los que me conocen, pero mis ideas siempre chocan, y cuando se trata de niños, ni mis amigos están de acuerdo conmigo. Llevo toda su aún corta vida intentando hacerles comprender a los míos que los golpes y las palabras duelen y todo lo que a ellos les hiere es inaceptable que ellos lo hagan a otros. Pero los míos siguen entrando en conflictos, entre ellos y a veces con otros niños. Saben que yo no les dejo maltratar a otras personas, no permito que nadie maltrate a nadie. Sin embargo, ahora más que nunca me hablan de bullies –y me preguntan cómo se dice eso en español–, de niños que no pegan ni insultan si yo o cualquier otro adulto estamos delante (porque saben que eso conduce al castigo) pero que ya de muy pequeños han aprendido a esconderse y usar la misma violencia psicológica que aprenden de los adultos. Los padres y madres más avanzados ya no usan el castigo corporal –¡menos mal!– pero los premios y los castigos para manipular las mentes de los más vulnerables siguen muy vigentes en las casas de todo el mundo. Y mientras eso sea así, no habrá paz en el mundo.

Este es un tema muy largo al que le estoy dando muchísimas vueltas últimamente porque resulta que mis hijos, que son dos varones y este año que se acerca cumplirán ocho y diez años, parece que hay días que se hayan tomado un zumo de testosterona para desayunar. No son diferentes de otros niños de su edad. La rara soy yo. Simplemente porque no los castigo cuando «se portan mal». Portarse mal significa devolver el golpe cuando alguien se lo da, ya sea con palabras o físicamente. No ocurre a menudo, pero lo que sí sucede con frecuencia entre niños son los malentendidos. Antes de tener hijos siempre oía que «los niños son crueles». En realidad, son más auténticos que los adultos, menos falsos, porque todavía están aprendiendo a comportarse en sociedad y no están seguros de lo que es aceptable y de lo que no. A mí me intriga observar los fallos de comunicación entre ellos, y tengo una amiga que está tan fascinada como yo. Hace un par de semanas, nuestros hijos, que son muy amigos, tuvieron una desavenencia grave por una discrepancia de opiniones sobre religión. Os podéis imaginar que mi amiga y yo alucinemos con esto, porque nuestros hijos no van al colegio y no han recibido jamás una lección de religión. Sin embargo, ahí los teníamos, con siete, ocho y nueve años respectivamente discurriendo sobre el más allá. Son mentes curiosas, claro, y preguntan. Tanto mi amiga como yo les hemos respondido de la misma manera: yo creo esto, hay gente que creo esto otro, y tú decides en lo que tú crees, porque la verdad es que no lo sabemos; la fe es eso, creer con los ojos cerrados, así que puedes elegir lo que te haga sentir mejor. Mi hijo Alex, por ejemplo, cree que después de muertos nos convertimos en fantasmas como en la película Ghost (no la ha visto), y su amigo cree en la reencarnación. Ese día el gran disgusto que tuvo su amigo fue imaginar que su abuelo, fallecido el año pasado, era un fantasma como sugería Alex.

Estas trifulcas entre los niños ocurren constantemente. Y cada vez yo pienso: ¡pero cómo le dan tanta importancia a estas menudencias! No lo expreso en voz alta, porque para ellos no son menudencias sino cuestiones importantísimas. A veces son tan graves que juran no querer volver a ver a esa persona jamás en la vida. Sin embargo, al cabo de pocos minutos ya está todo olvidado.

En el mundo adulto hay mucha más falsedad. Los amigos se enfadan, pero a menudo una de las dos partes ni se entera de que el otro se ha molestado por algo. Sencillamente se pierde la comunicación. Observo que una gran mayoría de gente se dedica a proyectar; quizá lo hagamos todos. Es una práctica tan extendida que cuando conozco a alguien nuevo me gustaría tener el valor de preguntar: «Y tú, ¿estudias o proyectas?». En la antigüedad –es decir, en la época de mis padres– el cliché era ¿estudias o trabajas?, en los años noventa era ¿estudias o diseñas?, y ahora yo siempre pienso en el ¿estudias o proyectas?

Proyectar significa, en este contexto, atribuir a otra persona lo que no se reconoce en uno mismo. Cuando alguno de mis hijos se queja de que otro «se está burlando» y al cabo de dos minutos veo al niño hacer exactamente lo mismo de lo que se aquejaba, le pregunto por qué lo hace si a él no le gusta. Y me responden: porque él me lo ha hecho a mí, él ha empezado, si él me ataca yo también ataco, etc. En fin: la guerra, lo que empezamos de pequeños y acarreamos hasta el mundo adulto. Sí, hay una gran mayoría de adultos que continúa actuando así, porque de pequeños nadie les enseñó a hacerse respetar sin atacar. Para mí la única manera válida y aceptable de reaccionar ante un ataque es con una dosis de amor, y eso es lo que intento hacer siempre, por mí y para modelar ante mis hijos. Es una tarea muy difícil, está claro, porque parece que cuando alguien nos hiere, el primer instinto es ese de proyectar, de pensar que la otra persona nos quiere hacer daño, y es cuando atacamos. Pero muchas veces no es así, muchas veces no hubo ataque por parte de la otra persona. Resulta que no se burlaba de ti, sino que se reía contigo. Ese pequeño malentendido ha desembocado en muchas muertes.



Me pregunto de nuevo si el mal es inherente al ser humano. Al observar a mis hijos y otros niños recurrir a la agresión cuando se sienten amenazados, vuelvo a pensar que es como el cáncer: está latente en todos nosotros y surgirá o no dependiendo del alimento que reciba. Rosseau se equivocó cuando afirmó que «el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe», porque… si el ser humano no vive en sociedad, ¿cómo puede ser bueno? ¿No significa «ser bueno» hacer el bien a los demás? El ser humano tiene tanto la capacidad de hacer el bien como de pasarse al lado oscuro, y la sociedad que lo rodea tiene también la capacidad de corromperlo o purificarlo. Además, observo que mis hijos, como muchísima gente, creen que los seres humanos en general «son malos». Anoche Alex volvía a preguntarme por qué existe gente que daña a los animales; es algo que él no puede soportar ni comprender y le conduce a las lágrimas. Dave me preguntó a su vez: «Si los humanos no existieran, ¿qué animales crees que serían los más destructivos?».

Yo nunca he sido vengativa –o quizá solo cuando era niña, pues si mis hermanos me pegaban, no iba corriendo a mamá, sino que me defendía a hostias porque… bueno: siempre empezaban ellos– y continuaré con la labor de mostrarles a mis hijos que para combatir el odio solo venceremos con amor. Tardaré más en conseguirlo pero lo haré, porque castigar o humillar a un niño que pega no es amor, sino más de lo mismo: si tú atacas, yo ataco, te castigo, te humillo ante tus amigos, te quedas sin televisión ni tablet durante un mes y ni te molestes en escribir la carta a los reyes porque no te van a traer nada aparte de carbón, niño malo.

Felices fiestas y que la fuerza nos acompañe.

martes, 17 de noviembre de 2015

El peor enemigo de los escritores

Antes de ponerme a escribir el artículo que me ocupa este mes, voy a hacer una pequeña aclaración sobre el título.

Cuando se trata de un artículo, a veces lo escribo primero y cuando está terminado lo titulo. Sin embargo, casi siempre es al revés: primero escribo el título, luego el artículo, y al final cambio el título. Con los libros, en mi caso, nunca es así: el título es lo último de todo, y solo está decidido cuando ya está escrito el libro. Hoy, como se trata de un artículo, he tecleado primero el título; ha sido este: El peor enemigo del escritor. Entonces me he dispuesto a escribir, pensando «a ver cómo empiezo», y enseguida me he dicho: qué escritor ni qué hostias, yo soy escritora –¡mujer!– y voy a hablar de mi enemigo, no del de un señor escritor, aunque no me cabe duda de que el «problema» es común a todos los que escribimos. Cuando por fin he acabado el artículo, he vuelto al título y a este párrafo para añadir esta frase concluyendo que he vuelto a cambiar el título: de «la escritora» a «los escritores», por la sencilla razón de que en el primer caso estoy invitando a gran parte de la población masculina a no leer mi artículo. Triste pero así es. En cambio, si hubiera conservado el primer título, no habría ahuyentado a ninguna mujer.

Concluida la aclaración y sin ánimos de crear más intriga, paso a revelar cuál es el mayor enemigo de los que nos dedicamos a escribir: la repetición.


La repetición es en parte –aunque en muy pequeña parte– la razón por la que no publiqué nada en este blog en los meses de septiembre y octubre. Nadie se ha quejado pero quizá algunos de los que me siguen se hayan dado cuenta, pues es la primera vez en tres años que me falla la autodisciplina de publicar un artículo cada mes. A pesar de que todavía me quedan en la cabeza algunos temas sobre los que deseo expresar mi opinión por escrito y públicamente, cada vez me asalta con más frecuencia la duda de si ya he hablado de eso antes, o lo he mencionado al menos de pasada en algún otro artículo. Si me da por repasar alguno de los anteriores, suele ocurrir que me sorprenda leyendo justo lo que tenía pensado escribir y me diga a mí misma: vaya, eso ya lo he dicho; ¿por qué entonces siento la inclinación de volver al mismo tema? Imagino que es porque me interesa y quiero profundizar en él. Pero entonces me veo en el dilema entre volver a lo mismo o buscar otros asuntos sobre los que reflexionar, aunque me apasionen menos o me sienta menos segura en mis opiniones por falta de información.

Si vuelvo a lo mismo me asalta el temor de repetirme, de no aportar nada nuevo. Es algo inevitable, pues yo lo he observado toda la vida en otros escritores, sobre todo en esos de los que en principio he deseado leer todo lo que han escrito. Así ha sido cómo he descubierto que se repiten y llega un momento en que me canso de leerlos. En muchos casos, no leo más de dos libros del mismo autor.

Es cierto que algunos escriben tan poco que consiguen no repetirse. Entre esos se encuentran dos de mis novelistas favoritos, Jeffrey Eugenides y Steve Toltz, que han publicado solo tres y dos novelas respectivamente consiguiendo un reconocimiento de la crítica y el público mundial ya solo con su primera novela. También me viene a la mente Harper Lee. Su única novela publicada durante cincuenta y cinco años me encantó y marcó profundamente. Además, sentí una gran admiración y envidia sana cuando leí que una de las razones de no haber publicado nada más era que había dicho lo que quería decir y no lo iba a decir otra vez I have said what I wanted to say, and I will not say it again»). Otro caso que me fascina es el de Carmen Laforet, la primera ganadora del premio Nadal, con solo veintitrés años por otra novela que me gustó mucho: Nada. Después publicó cuatro más de las que jamás he oído a nadie hablar.

Aunque yo no podría escribir una sola novela y anunciar que no tengo nada más que contar, sí siento a menudo la necesidad de callarme por escrito, a veces sencillamente porque me aburro a mí misma. Y a pesar de que repetirse es muy humano y lo hacemos todos tanto, sobre todo a medida que avanzamos en edad, yo preferiría evitarlo.

Así que me repetiré, porque independientemente del éxito que tengan mis escritos, seguiré escribiendo. Lo que no tengo claro es si mantendré por mucho más tiempo este blog. Quizá algún día no muy lejano anuncie por fin que ya no tengo nada más que decir. Me pasó con mi primer blog, Aprender de los niños, en el que plasmé mis ideas sobre crianza y educación sin anécdotas personales, de manera que después de dieciocho artículos ya lo había dicho todo; ahora tengo pensado reunirlos en un libro porque el blog continúa recibiendo visitas y comentarios de madres desesperadas en busca de comprensión y ayuda.

Sin embargo, seguiré hablando en boca de otros personajes y en situaciones diferentes, en forma de ficción, porque cada vez me inclino más por ese medio para expresarme: en la novela puedo desvelar muchísimo y al mismo tiempo esconderme. La narración de mi última obra, Nunca dejes de bailar, fue muy liberadora en este sentido: por fin destapé algunos secretos sin que nadie (o casi nadie) sepa cuáles, ni cómo, ni cuánto hay de verdad y cuánto de fantasía.

Y ya que hablo de novelas y no me quiero desviar mucho del tema de la repetición, voy a recalcar que a la hora de ponernos a crear una novela, los escritores debemos estar muy atentos a no repetirnos dentro de la misma novela. Yo soy consciente de que lo hago; por eso son importantes las revisiones, para borrar párrafos enteros sin piedad. Y también tengo muy claro que lo hacen todos los demás escritores. En los últimos cuatro años he leído y corregido algunas novelas de otros autores que se podrían haber reducido en decenas de páginas. Resulta que a veces tenemos tal necesidad de plasmar una idea que la repetimos una y otra vez, para que quede clara su importancia. Para el lector, sin embargo, tanta insistencia puede resultar pesada. Puntualizo, además, que hay infinidad de novelas de autores consagrados que se repiten más que un estribillo y han pasado por los filtros editoriales alegremente.

Dentro de la novela, otro tipo de repetición que cometemos es el de usar la misma palabra o expresión constantemente. Mientras escribimos no nos damos cuenta, pero al repasar ahí está, como un tic engorroso. Cuando se trata de la misma expresión, se nota aún más. Y como lo hacemos no solo con una palabra u expresión sino varias, nosotros mismos no las vemos; solo las ve otra persona cuando lee nuestra novela, idealmente una editora (no me sale «un editor» porque no conozco a ninguno, en cambio sí a varias editoras). Una vez más, observo que este error ha pasado inadvertido por las editoriales en más de una novela superventas. Recuerdo un caso en el que la constancia de las expresiones «le llevaba al pairo» y «se le cayeron los ojos al suelo» llegó a interferir con mi disfrute de la historia (la segunda expresión, sea dicho de paso, no la acepto a no ser que sea literal).

También al perfilar personajes podemos caer en el error de repetir sus características, sobre todo si son totalmente inventados, si no nos basamos en alguien que conocemos en la vida real. Curiosamente, casi todos los personajes en mi novela Nunca dejes de bailar son ficticios, empezando por los protagonistas Alberto y Enya. También lo son María y Nancy. Aun así, la caracterización de los personajes es uno de los elogios más constantes que ha recibido la novela. En mi caso, los que parecen más reales son los que más me inventé, aunque me gusta pensar que logré ese efecto por mis conocimientos y observación del comportamiento y relaciones humanas.

En fin, termino reiterando una vez más (para no repetir la palabra «repetir») que los que escribimos debemos estar siempre en guardia contra nuestro mayor peligro, mucho peor, en mi opinión, que el bloqueo del escritor. Pues si padeces de bloqueo, siempre puedes volver a escribir más de lo mismo. En cambio, si no tienes nada más que decir porque ya lo has dicho todo, no te queda otra que el silencio, y con suerte para entonces ya has escrito tu Quijote.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Arrogancia intelectual

La arrogancia intelectual es aparentar saber más de lo que uno sabe en realidad, a menudo calculando que su público es más ignorante. Lo opuesto es la humildad intelectual.
Los arrogantes intelectuales están por todas partes, pero en realidad ser intelectualmente arrogante es tan tentador que todos pecamos de ello en algún momento. Es como lo de mentir; no está bien hacerlo pero es tan difícil no caer en la tentación de desfigurar un poco la realidad que al final, quien más quien menos, todos mentimos.
Hay arrogantes intelectuales que se ven a la legua. Son los típicos sabelotodo, que pregonan sus conocimientos, explican, teorizan y dictan. Diríase que son profesores frustrados. O son profesores. Muchos tienen carreras universitarias, másters y doctorados, y te lo recuerdan si se te ocurre desafiar alguna de sus ideas, citando sus títulos o esta otra frase que no admite discusión: «Oye, que yo lo he estudiado». En otras palabras: yo sé, y tú eres un ignorante. A menudo no se preocupan de si los estás escuchando o no. Es más, mejor si no los escuchas, así no interrumpes con dudas o preguntas. Ellos se contentan con oír el sonido de su propia voz. A veces, sin embargo, pretenden convertirte a su bando; no aceptan que haya diferentes maneras de entender algo, así que te quieren convencer de que su verdad absoluta es la única que vale.
Esos tipos que se creen que lo saben absolutamente todo existen. Otra característica suya es que desdeñan cualquier tipo de cultura que no consideren a la altura de sus altos conocimientos; por ejemplo: los videojuegos, la televisión, los cómics y la literatura popular. Aunque yo creo que constituyen una minoría, pues no resultan nada populares y los que les rodean enseguida se dan cuenta de que detrás de tanta exhibición de sabiduría no hay más que inseguridad y anhelo de atención.

Lo que sí abunda es la arrogancia intelectual puntual. Como digo, es muy tentadora. Cuando tienes a una o más personas escuchándote sobre un tema del que estás seguro saber más que ellas, es fácil aparentar que lo conoces todo sobre ese tema. Sin embargo, es peligroso. Si ya en el colegio nos dábamos cuenta de cuando un docente nos engañaba sobre algún tema que no dominaba, de adultos es más probable sorprender a un farsante.
En este punto quiero recordar una anécdota que viví el año pasado con una amiga y ha sido lo que me ha inspirado a escribir este artículo. Mi amiga y yo, las dos españolas, viajeras y conocedoras de buena parte del mundo, estábamos escuchando a un conocido común, de origen holandés, hablar de la historia, economía y política de su país. A pesar de que las dos hemos estado en Holanda (al menos en Amsterdam), ninguna osamos abrir la boca para preguntar, objetar o cuestionar nada del discurso del holandés, que fluía con aplomo y la seguridad de dirigirse a un público ignorante en la materia. Me resulta alarmante que tan solo un año más tarde no recuerde absolutamente nada de esa diatriba, porque en su momento pensé que era interesante. Lo que sí recuerdo son mis pensamientos mientras lo escuchaba; quizá no lo estaba escuchando en realidad. Pensé: ¿cómo es posible que alguien almacene en su cabeza tanto conocimiento enciclopédico?, y seguidamente: ¿será verdad? Intenté prestar atención, porque de veras era interesante, pero dadas las circunstancias —que mi amiga y yo apenas sabíamos del tema y que él podía estar aprovechando ese hecho para inflar y exagerar sus conocimientos— me lo tomé con la dosis de escepticismo que suelo emplear ante tales verborreas. Por fin mi amiga se atrevió a interrumpirlo con unas palabras que sí me quedaron grabadas y que admiré por su valentía y honestidad: «¿Todo esto es así o te lo estás inventando un poco? Es que yo lo hago, a veces cuando me preguntan sobre España o Cataluña, me invento cosas».
No pude evitar una carcajada, pero nuestro amigo no se dio por aludido. No recuerdo si le ofendió el comentario, más bien creo que lo desestimó como una interrupción impertinente, y continuó hablando. Pero es cierto: cuando se trata de hablar del país de origen de uno en el extranjero, cuesta horrores controlar la arrogancia intelectual. Es normal: si nos preguntan sobre nuestro propio país, no podemos aparentar más ignorancia que la de gente que solo ha ido de turismo a nuestra tierra, ¡quedaríamos fatal! Así que rellenamos los huecos de imaginación, exageración o pura opinión personal, y quedamos fenomenal. Es decir, algunos quedan como intelectuales muy al corriente de asuntos actuales, y a otros se les ve enseguida el plumero.
Esto de ser una expatriada supone una gran presión social por varios motivos; el más destacado es el de sentirse extranjera en todas partes, aunque no es de eso sobre lo que reflexiono hoy. A veces me pregunto si antes de acudir a una barbacoa debería hacer un repaso de los periódicos españoles para estar al corriente de lo que está pasando allá, en el otro lado del planeta, por si alguien me pregunta. Es que como soy catalana y española, se espera de mí que yo sepa del tema más que nadie. Y la verdad es que procuro mantenerme informada de lo que pasa por ahí, más o menos, pero no porque sea mi país; también me interesa lo que ocurre en el resto del mundo. Y una verdad más grande es que lo que pasa en España me interesa muchísimo menos que lo que acontece en el país donde vivo desde hace una década y media, donde nacieron mis hijos, donde pagamos impuestos, donde lo que decide el gobierno nos afecta directamente. Algo que no acabo de comprender es que todo ciudadano de un país conserve el derecho de votar en él aunque resida en otro y en cambio no pueda votar en ese otro donde reside.
Yo no tengo ningún problema en cerrar la boca y encogerme de hombros cuando no sé algo, en parte porque cuando detecto arrogancia intelectual en otras personas siento tanta vergüenza ajena que no podría con la propia. Aunque insisto en que es tentador. A mí me tienta mucho porque resulta que si eres demasiado humilde incurres en el peligro de que te traten con condescendencia. Y a mí me cansa sentir ese temor de admitir ignorancia para evitar que te tilden de idiota. La gente que se cree superior por poseer un gran cúmulo de conocimientos no me impresiona en absoluto. Si tienen la afición de coleccionar datos, bien por ellos; yo soy aficionada a la historia, pero no se me ocurre decirle a nadie: «¿En serio no sabes que Colón descubrió América? ¡Si lo sabe todo el mundo!». Porque no es así. Porque absolutamente todo, hasta lo que dicen que está científicamente probado, es cuestionable. Yo admiro a la gente que piensa y me desafía, no a la que habla sin parar; para conocer datos prefiero Google. Sin embargo, así es: hay gente que ridiculiza la ignorancia. Por eso a veces es preferible aparentar saber. Yo lo hago para ahorrarme a los condescendientes demasiado prestos a darme lecciones.

Por otro lado, existe muchísima gente intelectualmente humilde, dispuesta a compartir sus conocimientos de manera altruista. Esos no suelen tener vocación de profesor, pero son la gente de la que yo prefiero aprender y con la que no tengo ningún reparo en mostrar mi ignorancia. Para ilustrarlo os voy a contar que estoy en el proceso de construirme una casa, algo que nunca pensé que haría, en gran parte porque imaginé que debería aprender demasiadas cosas que no me interesaba aprender o para las que no disponía del tiempo y la energía. Varias personas me advirtieron de que, dada mi inexperiencia en tal campo, yo constituía desde el principio una presa fácil para que me tomaran el pelo, empezando por la agencia inmobiliaria a la que acudí para comprarme una parcela, siguiendo por el constructor, el ingeniero, el electricista, los paletas… todos se iban a aprovechar de una madre separada con tres niños (esto ocurría en la época en que mi sobrina Mar vivía con nosotros), demasiado ocupada para leer con minuciosidad los contratos. Aun así, decidí tirarme a la piscina sin miedo. No oculté mi inexperiencia y me dejé llevar por mi instinto; a la hora de elegir un constructor solo escuché la opinión de mis hijos y de mi sobrina y escogimos el que nos cayó mejor, descartando al primero que visitamos porque les mintió sobre un frasco de chuches que había en su oficina (les dijo que no eran de verdad cuando sí lo eran). Me negué a entrar en juegos de manipulación y fui la primera en poner mis cartas sobre la mesa. Confesé no tener tiempo para lecturas largas y aburridas sobre el mercado inmobiliario y preferí preguntar directamente a los entendidos. No temí que me engañaran o mintieran. Opté por confiar. Es una aventura que empezó hace menos de un año. Cuando se cumpla el año, dentro de un par de meses, mi casa estará completa. Todavía falta la fase final, pero tengo que decir que durante estos meses, no solo no me ha estafado nadie, sino que he aprendido infinidad de cosas, entre ellas que existe gran cantidad de gente dispuesta a compartir sus conocimientos con humildad, sin menosprecio, con paciencia y sin la tentación de aprovechar tu ignorancia.

viernes, 17 de julio de 2015

Historia de un libro

Me pregunto si alguna vez volveré a invertir tantos miles de horas en la creación de un libro como he hecho con Amanecer en el Sudeste Asiático. He terminado, por fin, de repasar por última vez la versión inglesa; está ya maquetada y a la espera de publicarse en formato electrónico el próximo día 26. Pronto estará también disponible en papel.
Hace unos meses decidí que este libro saldría enteramente publicado bajo mi sello editorial. Quizá entonces pueda olvidarme un poco de él, como he hecho al menos con otros dos, no porque estén faltos de cariño, sino porque prefiero que vuelen solos, que sean ya otras personas las que los lean y hablen de ellos, y yo pueda dedicarme a soñar con los libros futuros que tengo en la cabeza.
Sin embargo, esta obra lleva tantos años presente en mi vida que no dejo de preguntarme si algún día podré abandonarla. Hoy cuento su historia una vez más, no la del viaje, sino la del libro.
La idea de escribirlo surgió antes o durante el viaje; ese detalle no lo recuerdo, pero sí sé que lo primero que le dije a mi madre cuando regresé a Barcelona el 26 de julio de hace exactamente quince años fue: «Ahora voy a escribir un libro». Tardé un par de semanas en ponerme, pero no me detuve hasta que lo finalicé, ocho meses más tarde. Recuerdo muy bien esas horas de trabajo, unas cuatro o cinco al día, a veces más, nunca menos. En esa época era más difícil encontrar documentación fidedigna, que yo me empeñaba en contrastar con mis notas, aunque al final siempre ganaba lo que aprendí y experimenté de primera mano. La sensación más viva de esos días era de asombro: mientras relataba mis propias aventuras me costaba creer que de verdad me hubieran pasado a mí y a veces sentía un miedo retrospectivo que no asomó durante el viaje. Por ejemplo, cuando en Aceh un soldado del ejército indonesio me apuntó en la cara con su arma al confundirme por un hombre (porque estaba oscuro, me había cortado el pelo casi al rape y no llevaba el velo musulmán de las mujeres) no sentí el menor atisbo de temor. En cambio, después de haber sufrido un accidente en las Tierras Altas de Cameron en Malasia, los trayectos en autobús en la isla de Nias de Indonesia resultaron un suplicio, durante el cual sí me despedí mentalmente, agradecida por la corta vida que me había tocado, e imaginaba ya mi funeral y la pena de mi familia, al mismo tiempo que intentaba recordar si le había dejado escrito a mi madre que no me entierren, que me quemen, o se lo había dicho solo de palabra. A veces tenía que interrumpir la escritura, tal era el shock postraumático al revivirlo todo de nuevo, aunque en general disfruté infinito relatando mi aventura. El recuerdo más memorable de ese proceso creativo lo constituyen las llamadas de mi amiga Tatiana, preguntando siempre: «¿Por dónde vas?». A mi respuesta, replicaba, a su vez, una de dos: «Qué rápida» o «Date prisa, lenta, que lo quiero leer».
Cuando lo terminé pensé: Es lo mejor que he escrito. Diez años más tarde seguía pensando que era lo mejor que había escrito, y algo más alarmante: que quizá no fuera capaz de escribir nada mejor. En los últimos cuatro años he descubierto que soy capaz de escribir más y mejor, y que el camino hacia la perfección es inacabable. Es una perspectiva maravillosa en gran parte porque me la digo yo misma: nadie me ha advertido de que tengo todavía mucho por aprender (o quizá sí, pero como no escucho a la gente demasiado dadivosa con los consejos, no me acuerdo). Lo he visto yo misma, aunque me han corregido y criticado amigos y lectores, y creo que he tenido la suerte de que lo han hecho de manera franca. Nunca he recibido una crítica con inquina, o al menos no me lo ha parecido, como se quejan otros escritores de sí haber recibido; será que yo no tengo nada que envidiar, o que mi aspecto angelical desanima a cualquiera a hacerme daño (me decanto por esto último).
Animada tras haber completado un gran trabajo, registré mi obra, tal como se hacía en aquella época: fui a ver a un señor que le puso sellos a las más de trescientas setenta y cinco páginas que le llevé, me hizo pagar unos doscientos euros y me felicitó. Además la presenté a un concurso, el de los grandes viajeros, que se convocaba ese año por primera vez. Esperé a saber que no había ganado, ni siquiera quedado finalista, antes de enviarla a cinco editoriales especializadas en literatura de viajes; ahora creo que ya no existe ninguna. Las cartas de rechazo fueron llegando poco a poco, cuando yo ya no estaba para recibirlas, pero mi madre me las guardó.
En las cinco respuestas alabaron mi trabajo; la excusa del rechazo era que no se ajustaba a su línea editorial. Fue entonces cuando empecé a perder respeto por las editoriales. Me decepcionó su falta de visión en el futuro. Yo tenía fe en mi obra no porque me considerara una escritora excepcional, sino porque era algo diferente, un tipo de libro que no existía en el mercado español: el relato de una mochilera. Y el mensaje que deseaba enviar al mundo era que no se necesita demasiado dinero para viajar y que se aprende mucho más de la vida observando el mundo de esta manera que estudiando una carrera. Sentí la necesidad de expresar e inspirar a más jóvenes españoles a hacer lo mismo. Supongo que fue una idea ingenua por mi parte; entonces no había crisis y éramos menos los que rechazábamos una vida acomodada a cambio de otra más incierta y plena. Aun así, siempre pensaré que habría tenido éxito y más aún porque hace quince años todavía no existían los blogs, y no digamos los blogs de viajes. Mi carrera literaria habría despegado entonces, una década antes, pero tampoco importa; a cambio viví otras experiencias.
Durante los diez años siguientes mi obra estuvo en un cajón. La leyeron mis amigos, los que se interesaron por ella, que fueron bastantes. En el año 2010 Tatiana me pidió que leyera el libro de una amiga. Antes de saber nada más le advertí que no por ser su amiga iba a ser piadosa y, de hecho, me predispuse a que no me gustara. Tatiana insistió y accedí a leerlo, lo cual hice en dos días. Me gustó tanto que fui a la única librería de Barcelona donde se encontraba el libro en papel y compré todos los ejemplares para regalarlos. La autora se enteró y contactó conmigo cuando ya estaba de vuelta en Australia para agradecérmelo y regañarme al mismo tiempo: podría haberle comprado los libros directamente a ella. Pero yo todavía no tenía ni idea de cómo funcionaba la autopublicación, ni siquiera sabía que ese libro era autopublicado. Inicié una relación amistosa por correo con la amiga de mi amiga, que se había enterado de que yo también escribía. Enseguida me pidió que le mandara algo. Le envié varias cosas antes de hablarle de «mi mejor obra». Lo leyó todo y estuvo de acuerdo en que Amanecer en el Sudeste Asiático era lo mejor, y además me urgió a que lo publicara.
Entonces me costó creer que hubiera dejado pasar una década sin hacer nada más, pero me recordé a mí misma que una vez perdida la fe en las editoriales, no había nada más. De todos modos, decidí volverlo a intentar. Esta vez busqué a una agente literaria. Mandé cartas a unas treinta; me contestaron tres o cuatro. Una de Madrid se interesó, me pidió la obra entera. Al cabo de un mes me informó de que sus lectores habían redactado informes favorables, así que aceptaba representarme. En su página web aparecían varios escritores famosos; entre ellos recuerdo especialmente a Zoé Valdés. Transcurrieron seis meses más durante los cuales mi agente literaria intentó colocar el libro en una editorial. Hubo varias interesadas; una de las grandes la aceptó y al final se echó atrás.
Durante todo este proceso yo pensaba: ¿Por qué ahora y no hace diez años? Mi libro se me antojaba ya obsoleto, a pesar de haber más viajeros de mochila ahora que una década antes. Quizá las editoriales pensaran lo mismo, porque al final resultó que ninguna lo aceptó. Mi agente se disculpó con estas palabras: «Hay crisis. Es un mal momento para las editoriales», como diciendo: no eres tú, son ellas.
Lo positivo de todo eso fue que alguien en el sector editorial llegó a considerar mi obra seriamente. Era todo lo que necesitaba para no volver a descartarla. El 8 de abril de 2012 salió publicada en Amazon la versión digital de Amanecer en el Sudeste Asiático. Antes, invertí tres meses en aprender todo lo disponible sobre la autopublicación de libros electrónicos, y continué aprendiendo durante los años siguientes; entre otras cosas, a maquetar mis propios libros electrónicos en html.
Eran buenos tiempos para la autopublicación en Amazon en España porque había menos competencia que ahora. Mi libro se situó rápidamente en el número uno de los más vendidos en todas las categorías de viajes, a un precio no más bajo de cuatro euros. Mi meta era presentar una obra de la manera más profesional posible para que los lectores no sospecharan que no había una editorial tradicional detrás, por eso me negué siempre a venderla a un euro como entonces hacían casi todos los autoeditados.
La acogida en gran parte positiva que tuvo mi primera obra me animó a seguir publicando. Además, me dispuse a narrar mi segundo gran viaje, el que no escribiera diez años atrás, desanimada porque el primero no hubiera recibido una oportunidad. Con Hacia tierra austral me demostré a mí misma que podía escribir mejor; como obra literaria, a mí me gusta más que su predecesora, y el hecho de que se vendiera menos tiene muy poco que ver con la calidad, como suele ocurrir. 


Me decidí a traducir Amanecer en el Sudeste Asiático por varias razones; han pasado tantos meses desde que di ese paso que no las recuerdo todas. Al menos una de ellas debió de ser que por fin lo pudieran leer Mark y Brad, personajes reales de mis libros que, además, jugaron un papel importantísimo en mi vida. La traducción ha supuesto otro gran proceso de aprendizaje para mí. Quise encargarla a un buen profesional, para mantenerme en mi empeño de ofrecer un producto de calidad. Encontré a Brendan Riley en LinkedIn, y desde el primer momento establecimos una relación fructífera. Al escogerlo a él me dejé llevar por mi instinto y no me equivoqué. Brendan ha realizado una labor de traducción excelente, pero al trabajar con él volví a constatar lo difícil que es que alguien interprete la palabra escrita de la misma manera en que yo la imaginé. A lo largo de estos meses he corregido infinidad de errores, no solo del inglés, sino también del original. Así ha sido como he descubierto que ahora escribo mejor: al tener que volver a revisarla no he podido evitar reescribir frases enteras y borrar multitud de palabras innecesarias. Ahora solo me queda ver cómo acogerán los lectores la versión en inglés, si se venderá... Yo apenas voy a promocionarla, me cansa tanto eso... pero mi entorno es predominantemente anglosajón y algunos de mis amigos la leerán. Con eso ya me doy por satisfecha. Ahora por fin puedo dedicarme a otras cosas, entre ellas, traducir mis propias obras.

jueves, 18 de junio de 2015

Copiar o crear

Soy la segunda de cuatro hermanos y durante mi primera década de vida fui justo la del medio. Hasta que no tuve a mis propios hijos no me di cuenta de la gran ventaja que esta circunstancia ha supuesto para mí a la hora de entender y empatizar con ambos. Ellos son solo dos, así que uno es el mayor y otro es el pequeño. Yo fui la mayor y la pequeña, y como tal me pegaba a mi hermano como un chicle a la suela del zapato mientras intentaba desprenderme de la pesada de mi hermana que, a su vez, anhelaba ser una fotocopia mía.
Mi hermano era mi héroe; yo adoraba todo lo que él hacía y por tanto lo imitaba. No me había dado cuenta de que él era niño y yo niña, aunque él a menudo me lo recordaba y usaba esa nimiedad biológica como excusa para condenarme al ostracismo. Yo era una molestia, pero no me rendía: me vestía como él, lo seguía en mi bicicleta, lucía mis heridas con orgullo y me apuntaba a todas las peleas con los niños. Y aun así me quedaba tiempo para vivir mi propia vida e irritarme el hecho de que mi hermana copiara todos y cada uno de mis gestos y palabras, y quisiera incluso apropiarse de mis amigas como yo pretendía adoptar a los amigos de mi hermano.
Hasta que no fui adolescente no comprendí que mi hermana no me copiaba para hacerme rabiar, sino porque me idolatraba. Me resultó curioso haber tardado tanto en darme cuenta, ya que la propia fascinación que yo sentía por mi hermano siempre estuvo muy clara para mí. Cuando por fin lo comprendí, ya no sentí esa irritación de tenerla siempre pendiente de mí, sino agradecimiento, porque me subió la autoestima en la época en la que corría el máximo peligro de extinción. A partir de entonces ya no me abandonó la convicción de que quien te copia, te admira, y eso significa que algo estás haciendo bien.
Observando a mis hijos, enseguida se hizo manifiesto que el pequeño imitaba al mayor y que eso, a menudo, suponía un fastidio. La primera vez que le oí gritarle «¡No me copies!» le dije que si lo hacía era porque lo admiraba y por tanto él podía considerarse ya, y con solo tres o cuatro años, un líder, alguien que está abriendo camino. El pequeño, por descontado, niega siempre que esté copiando al otro (mi hermana también lo negó siempre).
Copiando o imitando, así es como aprendemos, y lo hacemos todos. Es más, es la única manera eficaz de aprender algo: siguiendo el ejemplo de alguien que lo ha hecho antes. Para mí un verdadero líder no es el que predica y manda a otros lo que hay que hacer, sino el que simplemente hace, y además sin esconderse, porque no tiene miedo a que le imiten. 
Pero hay que reconocerlo: a veces, que nos copien incordia. Incluso enfurece. Yo no pierdo oportunidad de recordarles a mis hijos que cuando alguien les copia es para sentirse orgullosos, pero debo admitir que si sorprendo a alguien copiándome a mí, o repitiendo algo que yo dije antes (sin citarme), no siempre me hace gracia. Siento el impulso de exclamar: «¡Eso lo dije yo primero!». Porque resulta que el copión se está llevando el reconocimiento del público por una idea que ¡es mía!


Ajá, así que eso es lo que buscamos en realidad: la validación externa.
Es algo muy evidente en los escritores. No solo nos molesta que nos pirateen y plagien, sino también que nos roben las ideas. Algunos incluso nos creemos tan imaginativos como para caer en el engaño de que esa idea tan original que se nos acaba de ocurrir ha salido de la nada; es decir: de nuestras neuronas de genio creador.
En el párrafo anterior he usado la primera persona del plural para mostrar apoyo a esos ilusos escritores que se creen genios de la imaginación, pero la verdad es que no me incluyo entre ellos. Yo soy creativa y tengo imaginación, pero no soy una ilusa: sé que mis ideas (tengo un montón) son fruto de cientos de libros leídos, películas vistas y, sobre todo, historias que me han contado, o de las que yo misma he sido testigo o he vivido. Historias de la vida real.
No hay nada como el ejemplo de la vida misma. Para escribir una novela, no hay más que cocer una mezcolanza de anécdotas y personalidades (para los personajes), inventarse un hilo conductor, crear algún conflicto (mejor si es moral), darle vueltas, y luego resolverlo. La libertad total de ideas no existe; todo lo que nos rodea nos influye, y yo siempre he vivido rodeada de libros y de gente con historias dignas de contar.
Algunos escritores siguen tendencias o modas. Son los que necesitan escribir para ganarse la vida. Estudian el mercado (o se dejan aconsejar por los que estudian el mercado), determinan lo que vende, y escriben más de lo mismo. Otros, los que se creen genios, no solo no quieren saber nada de lo que ya hay ahí fuera, sino que no leen; solo escriben, no vaya a ser que su genialidad se vea contaminada con la ordinariez de otros, o peor aún: no vaya a ser que descubran que su gran idea ya está escrita. A mí me pasó una vez: empecé a escribir la mejor novela del mundo y entonces descubrí que el cretino de Edgar Allan Poe me había robado la idea.
Fuera de la literatura, y en el marco más amplio de la vida, he descubierto en innumerables ocasiones a otras personas que han deseado seguir mi ejemplo, e incluso superarlo, aportar algo más. No me molesta en absoluto. Al contrario, me halaga infinito. Por ejemplo, sigo recibiendo cartas de lectores y viajeros para agradecerme el hecho de haber narrado mis viajes, ya que eso les ha inspirado a emprender algo parecido. Es una de las mayores satisfacciones que siento como escritora: inspirar. Yo también lo hago; en cuanto deseo aprender algo nuevo, observo cómo lo han hecho otros antes, los interrogo, e intento hacerlo aún mejor.
Hay copiones que solo copian. Esos son los que más irritan, porque encima pretenden llevarse todo el mérito, y por tanto se aseguran de divulgar lo que han robado. Da mucha rabia, sobre todo porque a veces es imposible detenerlos. Ellos son comercialmente más agresivos, se defienden mejor a codazos de márketing, aunque son más chapuceros y baratos, y no importa que no sean originales y sí muy conscientes de dónde y a quién copian. Son los que ganan más dinero.
Hablo de los chinos, por supuesto. Los chinos copiaron todos los diseños originales de mi madre, y fueron la causa principal de que la empresa familiar que fundaron mis bisabuelos en 1942 tuviera que cerrar después de más de medio siglo de funcionamiento.
Pero hay chinos que no vienen de China. De hecho, los hay en todas las nacionalidades.
Yo creo que cuando uno tiene la mala suerte de que le copie uno de esos, lo mejor es callar, aceptar que la justicia no existe, dejar que se lleve el mérito, y seguir trabajando.
No todo el mundo opina así, por supuesto. Es que provoca una enorme ira y frustración invertir años de trabajo e investigación para que luego aparezca un tal Dan Brown y le robe a uno la idea principal de su libro. Eso fue lo que les pasó a Richard Leigh y Michael Baigent, que decidieron llevar el caso a juicio. En su libro The Holy Blood and The Holy Grail (El enigma sagrado en español), publicado en 1982, Jesús de Nazaret se casa con María Magdalena, tienen un hijo, sus descendientes emigran al sur de Francia y esa dinastía continúa hasta nuestros días, una sociedad secreta que protege a sus herederos de la Iglesia Católica. ¿Nos suena de algo? Sí, claro. Yo también leí la novela que apareció once años más tarde (genial para pasar unas horas; con la peli ya no pude), pero el tema no era nada nuevo. El error que cometieron Baigent y Leigh, a mi modo de ver, fue publicar su obra como verdadera historia y encima pretender monopolizar la idea como si la hubieran «descubierto» ellos. Tachado de pseudohistoria y denostado por historiadores y académicos, de todos modos fue un superventas. El crítico literario Anthony Burgess (famoso también por ser el autor de La naranja mecánica) opinó que habría sido una excelente novela. Ahí es donde se le debió de encender la bombillita al autor del aún mayor superventas de una década más tarde. Los autores del primer libro perdieron el pleito y mucho dinero.
Yo no copio; soy original y auténtica. Sin embargo, mis ideas no salen de mi cerebro de genio. No sé de dónde vienen porque llevo toda la vida empapándome de las ideas e historias de otros. Creo en el trabajo y la observación más que en la genialidad, porque tengo la certeza de que cualquiera puede ser un genio. La motivación y el empeño son los motores de la creación. Imaginación y creatividad las tiene cualquiera.
No sé qué haría si alguna vez descubriera que otro autor (con más éxito y reconocimiento que yo) me ha plagiado voluntariamente. Creo que es una de esas situaciones en las que uno no puede predecir cómo actuará hasta que se encuentra en ella. Es como cuando te crees superprogre y le dices a tu pareja que claro que no hay problema por que se acueste con otras y otros siempre y cuando te siga queriendo solo a ti. Todo perfecto hasta el día en que te confirma que se ha acostado con otras y otros, y resulta que no te hace ni pizca de gracia, porque ¿qué necesidad tiene de acostarse con otras y otros?, ¿acaso no le das tú ya todo lo que puede desear? (A mí no me ha pasado; le pasó a un amigo de un amigo de un amigo.)
Me encantaría poder expresar aquí mismo que si a mí me plagiara un escritor de esos tan mediáticos, yo me sentiría halagada, me encogería de hombros y procedería a desarrollar mi siguiente gran idea. Al fin y al cabo, qué importa el reconocimiento público; lo fundamental es disfrutar con el trabajo, escribir porque no somos capaces de no hacerlo; las ideas son de dominio público y no está bien creernos poseedores de ellas... Lo primordial es avanzar juntos hacia un mundo mejor. Total, dentro de cien años estaremos todos muertos y ¿a quién le importa que le recuerden por los siglos de los siglos si uno ya no está aquí para comprobar cómo le recuerdan? ¡Viva el anonimato! (Aclaro que yo no creo en el más allá.)
Termino ya recordando a los lectores que todo lo que publico en mi blog está protegido por el copyright, así como mis libros, y que la reproducción total o parcial no está permitida y sí sancionada por la ley (o eso dicen).

sábado, 16 de mayo de 2015

Libertad para los animales

Termino de escribir este artículo y, para poner el punto final, me dispongo a redactar este primer párrafo. Este mes me apetecía hablar de los animales, pues son seres que sufren mucho a causa del comportamiento humano, y todavía queda un enorme trabajo por hacer en su defensa. Al ponerme a escribir, sin embargo, me he dado cuenta de que tenía que centrarme en un solo aspecto sobre los derechos animales, porque si no esto podría convertirse en un libro que no estoy preparada para escribir y que, además, requeriría meses o años de profunda investigación. Así que he dejado de lado las fiestas tradicionales o nacionales con animales, los circos, las condiciones en las que viven los animales de matadero, lo que están haciendo con las abejas, la caza y el tráfico de animales para fines comerciales, el por qué del vegetarianismo... En fin, un montón de temas que no puedo abarcar de una sola vez, aunque sea solo para expresar mi opinión. Me centro en uno solo: los parques zoológicos.
Se parecen mucho a los colegios; ya lo he dicho alguna vez. Ambos son prisiones en las que se mantienen en cautiverio a seres inocentes en contra de su voluntad. Bueno, pero los tratan bien, dice tanta gente que se niega a ahondar en el asunto: les dan de comer, los educan, los protegen, los domestican... Para mí eso no es tratar bien. Poseer a un animal —humano o no— no es tratar bien. Despojar a un individuo de su libertad y autonomía y encerrarlo en un entorno artificial que imita al verdadero mundo de ahí fuera no es tratar bien, por muy buenas que sean las intenciones de los que se creen con la autoridad para decidir sobre el destino de otras personas y animales.
En los zoológicos, los animales no tienen espacio para correr, saltar, nadar, volar, buscar pareja o procurarse el alimento. La estimulación física y mental no tiene cabida. En suma: los animales no tienen la libertad de hacer animaladas. ¿Os recuerda a algo? Exacto: a los niños tampoco les dejan hacer animaladas en el colegio, o en su caso, «chiquilladas». La intención de la escolarización también es buena, y también va en contra de los derechos del individuo. 

Los zoos enseñan que tener a animales en cautiverio es lo normal, y que es aceptable interferir en su naturaleza. El hecho de que usen a los niños como consumidores principales de sus atracciones es lo más alarmante. La mayoría de niños acepta esta realidad porque está muy normalizada por la sociedad, pero es algo aprendido, como el racismo, la homofobia y otros tantos prejuicios con los que no nacemos.
A mí jamás me gustó ir al zoo de pequeña. De hecho, no recuerdo haber ido nunca, aunque mi madre asegura que sí me llevó al menos una vez. Los animales encerrados me daban pena; jamás me parecieron felices, sino aburridos, letárgicos, pero nos enseñaron que eso era normal. En los documentales de nuestro querido Félix Rodríguez de la Fuente, en cambio, eran muy activos. Ha sido en años recientes cuando he visitado varios zoos, para beneficio de mis hijos. El primero fue el zoológico de Singapur. Los niños eran muy pequeños pero su reacción me dio que pensar: fue de horror total. De hecho, tuvimos que salir porque no paraban de llorar. Ya entonces yo sabía que mis hijos no eran normales, aunque con una madre como la suya, qué se podía esperar. (Hace unos días, Alex me preguntó si yo de pequeña era rara. Le contesté que sí y me dijo: «Ah, por eso nosotros también somos raros»). Quise que vieran cómo eran algunos animales de verdad, para que los relacionaran con los de los libros que leíamos, pero tuvieron que pasar un par de años antes de que aceptaran volver al zoo sin llorar. Entonces me preguntaron por qué encerraban a esos animales. Están acostumbrados a ver a muchos en libertad, hasta que vamos a alguna ciudad y los vemos en jaulas, ¿por qué? Les respondí que los zoos son centros de entretenimiento para los humanos, y de educación, porque gracias a ellos conocemos y vemos las costumbres de animales de todo el mundo sin necesidad de desplazarnos a su lugar de origen. Ellos, por ejemplo, han visto leones, elefantes, jirafas, lemures y hienas sin haber estado en África. Ahora hace mucho tiempo que no visitan un zoo, pero la última vez que fueron Dave me comunicó que estaba en contra de los zoos y que «las personas solo deberían tener animales si los animales quieren vivir con ellos, como los perros o los gatos».
Además, sabemos que en los zoológicos los animales salvajes como los osos polares, los leones, los elefantes, los tigres y los primates sufren aburrimiento, frustración, ansiedad, estrés, e incluso zoochosis, un comportamiento que se caracteriza por movimientos obsesivos y agresivos contra uno mismo. En fin, el parque zoológico moderno ha quedado obsoleto y debería eliminarse, igual que la escolarización convencional, la monarquía y tantas otras instituciones parásitas de las que nos cuesta tanto despojarnos en nombre de la tradición, o lo que es lo mismo: la nostalgia absurda a un pasado injusto.
Por «zoológico moderno» se entiende el tipo de zoo que se inauguró en el siglo XIX en Londres, París y Dublín, coincidiendo con la fascinación victoriana por la historia de la naturaleza y la creciente urbanización de la población europea. Antes, y durante milenios, había habido ménageries o «casas de fieras», colecciones de animales vivos privadas de reyes y emperadores, que simbolizaban su poder. La más antigua se descubrió en Hierakonpolis, Egipto, en 2009 y data del año 3500 antes de Cristo. La función del zoológico moderno era entretener a los ciudadanos con animales salvajes y exóticos de otras partes del mundo, y su popularidad fue instantánea. En esa época tan colonial había menos conciencia sobre derechos humanos y animales, así que no hacía falta esconder el verdadero objetivo.
Hoy en día, esto empieza a no ser aceptable. Cada vez son más los defensores de los derechos de los animales, así como los defensores de los niños, las mujeres, la gente de colores, los descapacitados físicos o mentales, o cualquier colectivo en desventaja del dominante hombre blanco. Los defensores de los animales arguyen que el especismo es un prejuicio tan irracional como el racismo o el sexismo y que los animales deberían tener tanto derecho como los humanos a controlar su propia vida, y que deberían respetarse sus necesidades básicas, como por ejemplo, la falta de sufrimiento.
En la última década o dos, algunos zoológicos han adoptado un cambio de nomenclatura para distanciarse del estereotipo de zoológico del siglo XIX, que cada vez se critica más y está perdiendo popularidad. Ahora hay zoos que ya no son zoos, sino «bioparques» o «parques de conservación». Me recuerdan a los colegios alternativos. La justificación de estos parques es que llevan a cabo la exhibición de animales salvajes en primer lugar para garantizar la conservación de las especies en peligro de extinción y facilitar la investigación y la educación, y en segundo lugar, para el entretenimiento de los visitantes.
Busco al azar en internet uno de estos bioparques y leo que su misión es «promover la educación ecológica y la conservación de las especies en peligro de extinción». Descubro la mentira con el primer clic en su página web: hay atracciones y espectáculos para niños, secciones de África, el Ártico, etc. En África hay elefantes, jirafas, hipopótamos... También hay «paseos en animales» y en una fotografía se ve a dos bueyes atados a un carro en el que pasean varios niños.
No nos dejemos engañar: la mayoría de animales de zoológico no están en peligro de extinción, y la educación es el último de sus objetivos, porque si lo fuera, harían que sus visitantes pasaran un examen antes de abandonar el recinto (eso es lo que se entiende por educación).
Estos bioparques o parques de conservación son eufemismos, estrategias que usan los directores o zoólogos para que no se noten tanto sus intereses comerciales. Asimismo, las escuelas modernas y otras que se llaman alternativas siguen empleando los mismos métodos de educación obsoletos que hemos heredado del siglo de la industrialización, pero con una capa de azúcar para que no se note tanto. 


Hace un par de días, uno de estos centros saltó a las noticias de Estados Unidos gracias a un vídeo de un orangután dando el biberón a tres cachorros de tigre. El nombre del centro impresiona: T.I.G.E.R.S (The Institute of Greatly Endangered and Rare Species Safari and Preservation Station), pero no son más que palabras para camuflar una triste realidad: según una investigación encubierta de la Humane Society of the United States (HSUS), los cachorros de tigre se crían en cautiverio bajo condiciones de crueldad y sobreprotección, de manera que jamás estarán capacitados para vivir en su hábitat natural. Se estima que en Estados Unidos hay solo unos tres mil pumas salvajes (wild tigers), mientras que la población que nace y crece en cautiverio es ya de siete mil y va en aumento. La tarea que llevan a cabo estos centros de conservación de vida salvaje es simplemente lucrativa: su función es entretener a los turistas, que es lo que da dinero. Si todavía no habéis visto el vídeo que ha sido noticia, no temáis: será uno de esos que correrá por las redes sociales y se compartirá miles de veces acompañado de palabras ñoñas como «¡pero qué mono!» Porque, además, el orangután es macho. ¡Un macho dando el biberón a tres cachorros de otra especie! Es lo no va más. Totalmente antinatural, pero no importa: es publicidad y da dinero. Según esa investigación, a los cachorros de tigre se les da una alimentación escasa y estricta de leche para ralentizar su crecimiento y alargar su aspecto adorable para las fotos; cuando son demasiado grandes, los venden a traficantes ilegales de vida salvaje o los «descartan».
Descartar: otro eufemismo que significa aniquilar sin más, porque ya no interesa desde el punto de vista comercial. Como le ocurrió a la jirafa Marius del zoo de Copenague, en febrero del año pasado. A pesar de miles de peticiones en las redes sociales, la propuesta de otros dos centros de reubicar a Marius, e incluso una oferta de medio millón de euros de un benefactor adinerado, el zoo procedió a la «eutanasia» de la jirafa sana con un disparo en la cabeza; entonces la diseccionó en público y arrojó como alimento a los leones en presencia de un grupo de niños.
Este polémico zoo volvió a ser noticia cuando poco después sacrificó a cuatro leones por medio de una inyección letal; de nuevo, por razones genéticas. El director del centro dijo que esperaba que sus acciones mantuvieran mejor informada a la gente. En el caso de la jirafa, era una cuestión de limpieza étnica, y en el de los leones, para evitar la endogamia, un problema generado por el propio zoo.
La  Asociación Europea de Zoológicos y Acuarios (EAZA), un órgano que representa a trescientas cuarenta y cinco instituciones en cuarenta y un países, declaró que el zoológico de Copenhague no quebrantó sus códigos de conducta y que fue «consistente en su enfoque sobre el manejo de la población animal, y el alto nivel de bienestar de los animales». Según esta asociación, en los zoológicos europeos bajo su jurisdicción, de tres mil a cinco mil animales mueren cada año bajo los programas para mantener las poblaciones en los zoológicos.
El público enfurecido pidió el cierre de ese zoológico. Y yo me pregunto: ¿por qué ese y no todos? El resto no es mejor que el de Copenague. Lo que tiene de diferente este es que no se esconde.
Mientras existan organizaciones como EAZA, que defienden estas prácticas, la lucha a favor de la libertad de los animales es muy difícil. Aun así, confío en que dentro de pocas décadas habrán desaparecido por completo los zoológicos y el resto de prisiones animales que se camuflan bajo falsos pretextos de conservación. En última instancia, lo que salva a las especies animales en peligro de extinción es la conservación de su hábitat natural y la lucha contra las razones por las que se persigue y mata a los animales.

Desde casa tenemos mucho poder para conseguir el cierre de los zoológicos y la relocalización de los animales a sus hábitats naturales o a centros de rehabilitación en sus países de origen. Para empezar, no llevemos a nuestros hijos al zoo. No les enseñemos que para entretenerlos es aceptable invertir dinero en el sufrimiento de otros seres. No les engañemos con la excusa de que es educativo. ¿Qué niño en su sano juicio lee los carteles explicativos de los zoos? Ni siquiera los adultos lo hacen. Los niños y adultos que tengan verdadero interés y amor por los animales pueden informarse gracias a los excelentes documentales que abundan hoy en día, leer libros, visitar santuarios y verdaderos centros de acogida de animales, o ahorrar el dinero que se gastarían en el zoo para viajar a lugares donde es posible observar a los animales en sus hábitats naturales.

miércoles, 15 de abril de 2015

El problema de la educación

El problema de la educación es el propio sistema educativo, la escolarización obligatoria. Con eso ya lo he dicho todo, pero como esto no es un tuit sino un artículo de blog, voy a extenderme un poco más.
Educar es informar, mostrar. Educar no es enseñar porque esta palabra ha perdido su significado original. En latín insignare significa «en» (in) y «señalar» (signare), lo que sugiere a alguien que señala a otro... ¿el camino? ¿lo que tiene que aprender? En un mundo ideal, enseñar sería simplemente eso: señalar. O guiar. Mostrar el camino con el ejemplo y sin que te sientas obligado a seguirlo. Eso no es lo que se hace en las escuelas, por tanto en las escuelas no se enseña.
El mero hecho de que la enseñanza sea obligatoria hasta los dieciséis años en el mundo occidental ya es un craso error. Es un error que viene del pasado y que va en contra de los derechos humanos, pues «obligar» significa «mover a alguien, por fuerza o autoridad, a que haga lo que no quiere». Sin embargo, esta obligación es aceptada por el mundo como algo natural. El 99% de gente que conozco no ve nada raro en ello. El 1% restante son personas que he conocido recientemente, entre ellos psicólogos y filósofos, y con los que he contactado gracias a internet, porque una se cansa de discutir con gente que acepta las injusticias sin más; en este caso, sin ver el hecho de que la escolarización obligatoria es un atentado contra la libertad, autonomía e integridad del individuo, igual que lo era el servicio militar (en España obligatorio hasta hace muy pocos años, pero en mi adolescencia éramos muchísimos los que lo considerábamos una aberración; en eso no estaba sola) o como lo sería, por ejemplo, la existencia de una academia obligatoria para «enseñar» a las mujeres a ser madres o buenas esposas.
Y algunos me dirán: es que si la escolarización no fuera obligatoria, los niños no aprenderían nada y volveríamos a tener una sociedad analfabeta. ¿En serio? Mirad a vuestro alrededor: hoy en día es prácticamente imposible ser analfabeto. Gracias a las nuevas tecnologías, los niños y jóvenes nunca antes han tenido tan fácil acceso a la lectura, la escritura y la educación en general. Por contra, existe otro tipo de analfabetismo, el de los adultos que no entienden lo que leen, y eso, como ya he expresado en otras ocasiones, les viene de sus años de escolarización.
Todavía vivimos en un mundo predominantemente machista, pero las mujeres estamos al menos mejor consideradas que los niños. En Occidente, no se nos puede obligar a que atendamos a ninguna academia especial para mujeres ni que sigamos cierta educación para servir mejor a la sociedad.
Los niños, en cambio, carecen de libertad, no pueden escoger su propio camino. Desde el momento en que nacen, sus padres y el estado decide su futuro. Por suerte, los niños de hoy en día tienen más libertad que en generaciones anteriores, pero el trabajo que queda por hacer en este campo es ingente. Hasta hace muy pocos años, el castigo corporal a menores estaba aceptado como método de disciplina en España. En algunos países europeos, entre ellos Francia, Reino Unido, Italia y Suiza, el castigo corporal está prohibido solo en las escuelas; y en diecisiete estados de Estados Unidos no está prohibido en absoluto; es decir, los adultos, ya sean padres, tutores o profesores, tienen vía libre para usar la fuerza física contra el colectivo humano más vulnerable e indefenso. Y lo hacen en nombre de... ¿la educación?
La educación es destructiva. La cultura es destructiva. Todo lo que sea imponer algo al bebé, al niño que crece, es opresión. Y lo hacemos desde el principio, repitiendo el patrón, pasando de generación en generación la herencia cultural.

Todo el mundo sabe que los bebés y los niños muy pequeños tienen una curiosidad y ganas de explorar su entorno insaciable. No hay más que observarlos: todo lo quieren tocar; abren los armarios, los cajones; se suben a los muebles, se van de casa... Como protectores de nuestros hijos, poco a poco vamos poniéndoles barreras a sus exploraciones, porque hay peligros que ellos desconocen. Algunos adultos realizan esta tarea con el empleo de la palabra «no», sin más explicaciones, y la usan hasta el punto de que antes de que el niño llegue a la guardería o la escuela, ya han conseguido desmotivar a una criatura a la que ahora hay que motivar para que aprenda. Pero no cualquier cosa: tiene que aprender lo que impone el currículo, no lo que a ella le interesa. Tiene que pasar por el molde de la obediencia.
En la guardería y la escuela primaria no se aprende nada que valga la pena, a no ser que hacer trampas, acusar, mentir, alardear, competir, comparar, burlarse, maltratar y rehuir responsabilidades se consideren habilidades útiles. Son medios artificiales que nada tienen que ver con la vida. De la misma manera que lo son los zoológicos o las cárceles. Lo importante en los colegios no es aprender sino sacar buenas notas.
La capacidad de aprender es algo inherente al ser humano, no algo que se tenga que implantar. Al contrario, cuando aprender se convierte en una obligación, la reacción natural es o de rebeldía o de sumisión. Las escuelas tampoco benefician a los buenos estudiantes, a los que no tienen problemas por asimilar los conceptos que tratan de inculcarles, aunque esos quizá no se den cuenta de la pérdida de tiempo y el dogmatismo al que fueron sometidos hasta llegar a la edad adulta. Algunos no se dan cuenta jamás y viven sin pasión las vidas mediocres que les dicta la sociedad: nacer, trabajar, procrear, morir, y entre medio pasar alguna depresión o dos.
Los seres humanos deberían ser libres para aprender lo que desearan. Los padres, tutores, profesores, gobiernos... que dictan a los más pequeños lo que tienen que aprender con la excusa de que «cuando seas mayor harás lo que quieras» no se dan cuenta de que les están robando años de aprendizaje, porque todo lo que se intente enseñar a la fuerza se perderá en el olvido pero también tendrá consecuencias devastadoras. Así es como funciona el comportamiento humano. A nadie, absolutamente a nadie, le gusta ser dominado. La sumisión y la rebeldía son reacciones aprendidas, consecuencias del control, la opresión y el miedo.
¿Qué hacer ante el problema de la educación? A mí me parece tan grande que si por mí fuera, lo eliminaría de raíz: se acabaron las escuelas. Eliminaría la escolarización y la enseñanza obligatoria. Nadie está obligado a enseñar nada y todo el mundo es libre de aprender lo que le dé la gana.

Como no soy ministra de educación del mundo pero sí de mi casa, eso fue lo que hice en mi mundo. Pero la idea no fue mía, al contrario de lo que algunos puedan pensar. No, yo actué por inercia como todos, y cuando mi primer hijo tenía dos años, empecé a investigar colegios donde llevarlo. En aquella época recuerdo pensar con algo de tristeza que tendría que despedirme de mi manera de ver y vivir la vida en el momento en que los niños fueran a la escuela. Sin embargo, siempre les he escuchado y si alguna vez me distraigo y no lo hago, ellos enseguida me llaman la atención. El día que estaba hablando por teléfono con la recepcionista de la primera escuela a la que llamé, mi hijo de dos años me gritó: «¡No quiero ir al colegio!»
Ese grito feroz, que venía desde otra habitación, me sorprendió tanto que tuve que excusarme y colgar el teléfono. Además de la sorpresa, sentí un orgullo inmenso por mi hijo. ¡Con tan solo dos años sabía perfectamente lo que no quería! Yo no había consultado con él la posibilidad de ir o no ir al colegio. Sencillamente, era algo que «había que hacer» porque todo el mundo lo hacía. Él comprendió que se trataba de ir a un sitio donde un adulto desconocido le diría lo que tenía que hacer junto a un montón de otras personitas como él.
«Yo quiero estar contigo», me dijo al borde de las lágrimas. Yo también quería estar con él, así que eso fue todo, no había más que hablar: nadie se iba a interponer en esa voluntad que ambos compartíamos. Nunca más volví a hacer una llamada a ningún colegio. Y desde entonces siempre he dialogado con ellos dos (mis hijos) las cuestiones concernientes a su educación. Ellos han decidido siempre lo que les interesa y lo que no. No tienen que esperar a ser adultos para tomar esa decisión, porque aun siendo niños, también son seres humanos con derechos.
Y hablamos a menudo de la cuestión de aprender. Yo les digo que todo el mundo está siempre aprendiendo algo y que es un proceso que no termina jamás, así que nunca es tarde para aprender lo que sea. Esto es algo que muchas personas no creen porque tienen muy engranado en la cabeza que lo que no asimilaron de niños ya no lo pueden aprender de adultos. Otras personas les dicen (cuando yo no estoy presente) que ellos no aprenden porque no van a la escuela. No son otros niños que se burlan de ellos. No, al contrario, los niños que sí están obligados a ir al colegio envidian a mis hijos. Por suerte para esos niños, cada vez se relacionan menos con mis hijos, porque para sus padres somos una amenaza. Mis hijos continúan teniendo amigos escolares, pero cada vez más nos relacionamos con otras familias que han escogido el camino de la educación libre.
Ahora tienen siete y ocho años y llevan toda su vida jugando. Sí, eso es todo lo que han hecho: jugar. No han tenido asignaturas, ni exámenes, ni notas, ni deberes, ni premios, ni castigos, ni uniformes, ni filas, ni recreos... Ni curiosidad por averiguar qué es todo eso, porque tanto su padre, como yo, como todos sus amigos, cuando nos han preguntado, les hemos dicho que no, no nos gustaba el colegio. Y aun así, ¡aprenden! Voilà, así de fácil. Sin tener que dar sermones ni lecciones, ni comprobar si han aprendido la lección que pretendo inculcarles porque no pretendo inculcarles ninguna lección. Leemos, hablamos, miramos películas, viajamos, nos relacionamos con otra gente, pensamos y observamos el mundo juntos, y yo cada día aprendo algo nuevo de ellos que me deja anonadada, fascinada ante su inteligencia e intuición, todavía incontaminada de la opresión de la cultura.

Cada vez hay más gente que se está dando cuenta de que este sistema no funciona y se están tomando medidas para arreglarlo. Por ejemplo, se van a eliminar las asignaturas. Con el tiempo imagino que se quitarán también los deberes, las notas y hasta los exámenes. No se puede hacer de repente, aunque sería lo ideal, porque la presión social es demasiado fuerte. A la gente le cuesta demasiado aceptar los cambios y siempre existirán los pesimistas, los detractores, los que se echarán las manos a la cabeza y se empeñarán en afirmar que tiempos pasados fueron mejores y que vamos de cabeza hacia una civilización inculta y analfabeta. En absoluto: el acceso a la educación jamás ha sido tan fácil. Las escuelas tradicionales no tienen razón de existir en el mundo actual. Lo ideal sería hacer borrón y cuenta nueva. Niños: sois libres, se acabó el cole.
¿Pero entonces qué hacemos con los profesores, el material escolar, los edificios? ¿Y sobre todo, qué hacemos con los niños, esas bestias indomables? La reestructuración sería tan masiva que no será algo que ocurra de la noche a la mañana. Los profesores se podrían relajar: ya no tenéis que seguir el currículo. A partir de ahora podéis jugar, debatir, hacer excursiones, responder preguntas y no temer que sean los niños quienes os corrijan cuando os equivocáis. Los campamentos de verano se extienden a todo el año. No existirían las comparaciones ni las competiciones; todos sois especiales y superdotados, hasta el que no es capaz de estarse quieto y necesita saltar en una cama o colchoneta durante horas sin parar. Los niños continuarían aprendiendo, cada uno lo que quisiera y a su propio ritmo. Y los adultos también aprenderían. Lo más importante es que todo consistiría en jugar, explorar, pensar, crear, cooperar y resolver conflictos... Los niños no distinguirían entre pasarlo bien y tener que pasarlo mal por el bien de su futuro.
Estos lugares ya existen y desde hace décadas. Se llaman escuelas democráticas y siguen el modelo de la escuela Summerhill, fundada en 1921 en Inglaterra. En España parece que hay tres o cuatro escuelas de este tipo. Personalmente no soy partidaria de las escuelas alternativas tipo Waldorf, pues he observado que también hay dogmatismo y demagogia en ellas. Y no conozco de primera mano las escuelas democráticas, pero he leído que en algunas parece confundirse la libertad con la licencia. Como a mí también se me ha malinterpretado más de una vez en este aspecto, aclaro: mis hijos tienen libertad, no licencia para dañar a nadie.
Alguna vez alguien me ha preguntado por qué me empeño en escribir sobre temas de educación, por qué me preocupan otros niños cuando los míos están a salvo, fuera del sistema obsoleto y retrógrado al que están sometidos los demás. La respuesta es que siempre me han fascinado los niños y la experiencia que tengo en educación infantil me viene de muy atrás, no desde que he tenido a los míos propios. Y no soy capaz de quedarme callada mientras soy testigo de las atrocidades que se cometen a los contemporáneos de mis hijos, a los futuros dirigentes del mundo. Porque todo nos afecta a todos y porque ahora mismo se está gestando a un adulto que un día estrellará un avión o se liará a tiros en una escuela. Y sí pienso y afirmo que son atrocidades lo que se comete contra la mayoría de los niños, porque lo veo a diario, por la calle, y nadie se inmuta: es lo normal. Ayer mi hijo Alex me dijo: «Antes he visto a una persona adulta mala». Le pregunté por qué creía que era mala y me respondió: «Porque estaba pegando a un niño en el culo y el niño lloraba». Entonces quise saber por qué no había dicho nada, ni siquiera a mí, si le parecía que eso estaba mal. Me respondió: «Porque si le decía algo a la persona adulta, podría pegarme a mí también».
Los niños observan que los adultos actúan así y es todavía socialmente aceptado, así que, temerosos, callan. Si el adulto fuera un hombre que pega en el culo a una mujer y esta llora, la reacción social sería muy diferente. ¿Y si fuera una mujer la que pega a un hombre? Hace unos meses corrían por las redes sociales vídeos con los dos escenarios: hombre maltrata a mujer y enseguida la gente de alrededor se acerca a insultar al hombre y defender a la mujer; mujer maltrata a hombre, y nadie reacciona. Los que opinaban al respecto pusieron el grito en el cielo: si es la mujer quien pega al hombre, ¡nadie dice nada! A mí no me pareció extraño, pues no hay que perder la perspectiva: esas escenas grabadas son montajes. La gente no reacciona ante una mujer que pega a un hombre en público y él se pone a llorar, sencillamente porque es algo tan extraordinario, tan irreal, que es obvio que es mentira. No estoy diciendo que las mujeres no maltraten a los hombres, pero lo hacen de otra manera. En cambio, el caso contrario es muy real y la gente lo reconoce. La respuesta natural es defender al más débil.
Excepto en el caso de los niños. Como no son ciudadanos libres, sino posesiones de sus padres y del estado, todavía es lícito maltratarlos. Un hombre no puede pegar o insultar a una mujer en la calle sin que alguien intervenga o llame a la policía. Pero a un niño...
Para terminar, os cuento otra anécdota para que no se me pierda en el olvido, porque se me van acumulando. Hace tres semanas se me acercó una niña de cuatro años mientras leía un libro en mi Kindle. Sin más preámbulo, empezó a tocar botones y preguntarme qué era eso y cómo funcionaba. La dejé hacer y le fui mostrando cómo se pasaban las páginas adelante y atrás, y los capítulos. Su curiosidad me maravilló. Su madre la riñó al acto, pero tanto la niña como yo la ignoramos. En menos de dos minutos la madre la llamó desobediente, maleducada y alguna cosa más que no sabría cómo traducir. Además, le mandó que dejara de molestarme o de lo contrario le iba a arrear un buen azote. Yo había estado sonriendo y hablando con la niña como si fuéramos amigas de toda la vida, pero se me ocurrió entonces que quizá la madre pensara que lo hacía «para quedar bien» (para los que no me conozcan: yo no hago nada para quedar bien). Así que dije: «No me está molestando». La madre se relajó un poco, pero enseguida volvió a amonestar a su hija: «No sé por qué tienes que ser tan metomentodo».
Así es como se mata la curiosidad, pero la niña continuó haciéndome preguntas y yo seguí respondiendo sin mostrar que me incomodara en absoluto. Me costaba contener la risa porque la niña no le hacía ni puñetero caso a su madre, que volvió a ametrallarla con calificativos de desaprobación. Tampoco llamó su atención cuando la madre le dijo que ella también tenía un Kindle en casa y si tenía tanto interés, se lo enseñaría ella misma y hasta le leería un cuento. Como la niña continuó ignorándola, por fin la madre la agarró del brazo y se la llevó a rastras.
Otros niños me cuentan cosas que no se atreven a confiar a sus padres, como que escribir es una mierda, y que odian los libros. Mi hijo mayor, en cambio, anoche me pidió que le enseñara a escribir bien para poder chatear con sus amigos en Clash of Clans. Eso sí que es importante, claro que sí.