Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Saber leer

Acabo de releer el artículo sobre la lectura que escribí hace más de un año: Fomentar la lectura es fácil. Es, con diferencia, el más visitado de mi blog, aunque no sé si el más leído. Sospecho que acerté con el título, que debe de atraer a muchos en busca de la panacea para que sus hijos lean. No sé si se quedan satisfechos con lo que propongo, pues yo, lo digo siempre, me guío más por mis propias experiencias e instinto que por lo que digan los expertos. Y tampoco me considero experta. Lo único que hago es hablar con los niños, escucharlos, aprender de ellos, ponerme en su lugar, recordar mi propia infancia... Está bien, lo confieso: también leo a los expertos, pero solo porque no pierdo la esperanza de encontrar a psicolingüistas que expresen de manera más convincente y científica lo que yo ya sé.
Mis artículos están cargados de anécdotas personales precisamente porque de alguna manera tengo que demostrar la validez de mis argumentos, y lo que no voy a hacer es citar tal estudio de la Universidad de Harvard o tal otro de la de Tokio. Ya sabemos que hay estudios para todo, y el proceso de averiguar su credibilidad es para mí demasiado trabajoso y arriesgado. Admito que temo afirmar en público que algo es verdad porque así lo corrobora un estudio reciente, y me sorprende la gente que sí lo hace, así tan a la ligera, sin investigar con más profundidad las fuentes. Algunos se arman de sus títulos para asegurar que eso es así y no de otra manera. Que yo lo he estudiado, dicen. ¿Pero de verdad lo has estudiado?, digo yo. Porque estudiar no es hacer tuya la opinión de los que llevan más tiempo que tú estudiando, sino cuestionarlos, ponerlos a prueba, experimentar, analizar los pros y los contras y, si te convencen, no dejar nunca de estudiar; es decir: seguir cuestionando, analizando, observando...
En lo que se refiere al aprendizaje de la lectura, me asombra que todavía no nos pongamos de acuerdo en lo que significa «saber leer», pero bueno, tampoco los expertos se ponen de acuerdo. Empecemos por lo que no significa. Saber leer no significa conocer las letras, o interpretar la palabra escrita por sus sonidos. Eso es una mera formalidad que la sociedad actual se empeña en hacer aprender a los niños cuando sus cerebros no están lo suficiente desarrollados para asimilarlo. Atención: esto lo digo yo, es decir: es mi opinión personal. No lo afirma ningún experto o estudio, o quizá sí (seguro que sí), pero yo no lo he leído. Es una creencia mía, basada en la propia experiencia y observación. Lo repito: creo que a los niños se les enseña y exige a leer cuando todavía no están preparados para hacerlo. Es contraproducente y la causa principal de que de adultos no lean o no sepan leer. Y no hablo de algunos, de una minoría de vagos o zoquetes, sino de la aplastante mayoría. Los raros, rarísimos, Mozarts de la lengua diría yo, son los que leen solos y por vocación a los cuatro o cinco años. Personalmente no he conocido a ninguno, aunque no me cabe duda de que los hay. En cambio, sí conozco a infinidad de personas, ya adultas, que me han confesado haber sido, de niños, disléxicos o con problemas de aprendizaje. En la actualidad conozco a demasiados niños diagnosticados con «trastornos» de atención. Es lo que está de moda.
Para mí, saber leer significa comprender el mensaje de lo que está escrito, no los simbolitos. Ya está, así de sencillo. Bien mirado, las letras y las palabras son tan fáciles de descifrar como el hecho de que un billete de veinte euros vale más que quince billetes de un euro. O el hecho de que si trasladamos un líquido de un vaso bajo y ancho a uno alto y estrecho, la cantidad de líquido sigue siendo la misma. Si eres adulto, puedes hacer la prueba tú mismo. Te propongo que te aprendas el alfabeto griego. Si tienes la motivación suficiente, en un par o tres de días habrás memorizado el fonema que corresponde a cada letra y serás capaz de leer en voz alta un libro escrito en griego, aunque no entiendas nada de lo que estás leyendo. En cambio, a un niño le cuesta meses y hasta años aprender cualquier alfabeto. Del mismo modo, para un niño menor de siete años los quince billetes de un euro le parecen «más» que el único de veinte y no intentes convencerle de lo contrario, y en el vaso largo hay para él obviamente más cantidad de líquido que en el bajo.
Según mi definición, mis hijos saben leer desde que nacieron, porque desde entonces les he leído historias, de ficción y no ficción, y ellos las han comprendido. No me ha sido necesario hacerles un ejercicio de comprensión de texto, porque si no han entendido algo, me lo han preguntado y yo se lo he explicado, y si no han deducido el significado de alguna palabra por el contexto, también me la han preguntado. Esto último ha ocurrido pocas veces, y yo no dejo de maravillarme al observar como ellos solos comprenden lo que les leo y hacen uso de un vocabulario más amplio al menos del que tenía yo a su edad (y en varios idiomas). Sin embargo, todavía no leen solos.
Alguien cercano a mí me preguntó hace poco: «¿Cómo es que no enseñas a los niños a leer? Tú que lees tanto. De pequeña también estabas siempre leyendo y sin que nadie te lo dijera».
Precisamente por eso sé lo importante que es leer por puro placer. Pero yo no leí siempre: empecé a los ocho años. O sea, que en ese sentido desperdicié ocho años de mi vida. Ocho años en los que nadie me leyó ni en los que sentí la motivación de hacerlo sola porque hasta entonces la lectura había sido para mí una tarea ardua y desagradable. Aprendí las letras una por una, a los cuatro o cinco años. Recuerdo sobre todo el día que tocó la «b» y luego la «d», pues yo las confundía; y también el día de la «m». Esa no me costó porque me dijeron que era como una montañita, aunque la frase que venía en el libro me confundió y no la entendí: «mi mamá me mima». No la entendí porque al menos en esa época ser una niña mimada era un insulto.
La pregunta me sorprendió. Creía que esa persona ya estaba familiarizada con mi manera de pensar, pero luego lo comenté con otra, cercana a las dos, y me aclaró que algunos no me entienden por mucho que lo intenten, que cuando eres la primera de tu entorno en salirte del molde y solo con la certidumbre de ir por el camino correcto pero sin aportar estudios o libros que te avalen, recibes miedo, preocupación y muchas críticas.
«Es que yo sí les enseño a leer», contesté. «Les enseño con el ejemplo, el único método para mí verdaderamente eficaz de enseñar cualquier cosa».
Pero ya podrían hacerlo solos, me dicen. Sí, quizás podrían, pero resulta que yo no tengo ninguna prisa por ver a mis niños leer solos. Tienen toda la vida para hacerlo y, además, lo harán. De eso no me cabe la menor duda: mis hijos serán lectores porque toda su vida han estado expuestos a la lectura y es parte esencial de su vida. Yo sigo leyéndoles y ellos escuchándome ya que los tres consideramos que comprender la historia es lo más importante. Yo leo más rápido y pronuncio mejor (en el caso del inglés no: a veces me corrigen) porque mi cerebro está más fosilizado. Y no solo no me importa sino que adoro compartir esas horas de íntima lectura con ellos, además también aprendo una barbaridad con esas lecturas infantiles.
El cerebro de los niños no está preparado para asimilar la simbología de la lengua escrita y comprender el mensaje al mismo tiempo. Uno de los dos sufre en detrimento del otro. En los colegios le dan (o le daban; reconozco que no estoy al día de todo lo que hacen ahora) mucha importancia a pronunciar bien las palabras, usar la entonación y pausas correspondientes, etc., pero nadie me discutirá que la vocalización (leer en voz alta) de un texto contribuye a no enterarse de nada de lo que uno acaba de leer. Yo misma, cuando leo a los niños, tengo que hacer un esfuerzo de concentración doble para pronunciar bien las palabras y entender lo que leo. A veces hago trampa y, durante una pausa, releo para mí, en silencio, algún párrafo especialmente interesante.

Como España, y Europa en general, tiene los ojos tan puestos en el modelo de educación finlandés, me permito traerlo a colación para mi beneficio. Una de las características de ese sistema es que la enseñanza obligatoria no empieza hasta los siete años. Es decir, que hasta esa edad no se enseña formalmente a leer y escribir. De todos modos, seguro que los niños finlandeses ya conocen el abecedario o al menos algunas letras y números antes de llegar al colegio. Eso es inevitable, dada la gran cantidad de juegos educativos que reciben los niños casi inmediatamente después de nacer. Pero al menos hasta los siete años nadie se preocupará de si saben o no leer. Y resulta que a la larga se está viendo que eso es mejor, que cuanto más tarde empiezan a descifrar la palabra escrita, mejores lectores son.
Creo que los niños que no se ven expuestos a la prueba pública de demostrar su conocimiento de las letras y sus correspondientes fonemas tienen el camino hacia el aprendizaje exitoso limpio, desprovisto de la ansiedad y el miedo por aparecer más tontos o más listos que los demás. Y la lectura, sin obligación, sin pruebas ni tests de comprensión, no deja de ser nunca un placer.
Independientemente de si un niño finlandés lee por su cuenta a los siete, nueve o catorce años, en los países escandinavos la costumbre de los padres de leer a sus hijos tiene una larga tradición, no como en España. Una amiga sueca de Barcelona me contó que la profesora de su hija le insistía en que debía dejar de leerle a la niña, que ya podía hacerlo sola. Mi amiga estaba indignada, pues uno de sus mejores recuerdos de niñez era escuchar a su madre o a su padre leerle, aunque ella ya tuviera edad para hacerlo sola. Yo entonces no tenía hijos o eran todavía bebés, pero recuerdo que pensé: me haré la sueca. Esta misma amiga me dijo ayer que en Suecia, como en Estados Unidos, Australia y Alemania, por ejemplo, son populares los audiolibros. Sin duda, esto deriva de la tradición de leer en voz alta para otras personas. En España, que yo sepa, apenas hay audiolibros.
          Mis hijos conocen las letras y cómo se pronuncian, unas mejor que otras, pero a menudo las olvidan, las confunden; se lían con la e, que en español es e pero en inglés es i, y la i con puntito se parece demasiado a la a en inglés... A veces tienen que teclear palabras, cuando juegan o buscan algún vídeo en internet. Y siempre necesitan mi ayuda, porque si no se equivocan. No importa. Ya aprenderán. Para eso no hay ninguna prisa. Lo que importa es que estamos leyendo la Odisea (en versión infantil) y están fascinados. Cada noche me suplican que lea un capítulo más, cuando yo me muero de cansancio y no puedo más. Así que a veces continuamos por la mañana, nada más despertar. Y hablamos sobre lo que leemos. Anoche Alex me preguntó si se trataba de una historia real y expresó su desencanto cuando le respondí que no. «Pensé que podríamos ir a ver si queda algo», me dijo. Unos días antes estuvimos en Pompeya y les había contado que la erupción del Vesubio y la destrucción de esa ciudad sí pasó de verdad. Lo que más les interesó de esa historia fue el perro momificado.