Hace apenas dos meses descubrí algo
fascinante, una nueva asignatura llamada Psicohistoria. A pesar de no tener ni
idea de que existía como ciencia, yo hace años que la estudio, y sin darme
cuenta. Esta materia es real, no tiene nada que ver con la psicohistoria
ficticia de Isaac Asimov. Así, dicho rápidamente, se define como el estudio de
las motivaciones psicológicas de acontecimientos históricos.
Llevo analizando la historia desde que tengo
la libertad de hacerlo como a mí me gusta: no memorizando un montón de fechas y
nombres que no me importan (me aburre especialmente recordar nombres de
batallas) sino preguntándome siempre por qué. ¿Por qué los alemanes escogieron
democráticamente a un hombre que ya había dado muestras de ser un psicópata
sediento de poder? ¿Por qué Mao Tse Tung, que tuvo una madre cariñosa que veló
por él en su infancia y que fue un hombre culto y amante de la literatura, se
convirtió en un asesino en masa responsable de la muerte de millones de
personas? ¿Y Pol Pot, por qué lo hizo? ¿Y Franco? ¿Mussolini? ¿Pinochet? … Más
importante aún me parecía responder a la pregunta: ¿Por qué permitió el resto
del mundo que esto ocurriera? Un hombre solo no puede. ¿Y por qué hay guerras?
¿Son las guerras lo que hace malos a los hombres? ¿O los hombres son malos y
por eso hay guerras?
Estudiando a mi propia familia llegué a culpar
a la guerra de todo. La guerra, según me contó mi madre cuando le pregunté de
muy pequeña, era algo inevitable. A mis dos abuelos los fueron a buscar para
llevarlos al frente y con solo diecisiete años los obligaron a pegar tiros cuando
ninguno de los dos tenía inclinaciones políticas ni ganas de matar a nadie.
Pero uno de ellos, el materno, se escapó y permaneció escondido durante dos
años hasta que terminó el conflicto. A este abuelo lo quise más que al otro
porque no hace muchos años que murió y tuve mucho más contacto con él. Jamás podría
haberlo imaginado empuñando un fusil; no creo que matara nunca ni a una mosca.
El otro abuelo regresó a casa cuando la guerra
hacía años que había terminado, hecho un hombre ya, sobre todo porque había
matado a otros. Tenía veinticuatro años y era hijo único. Se casó y tuvo hijos,
y maltrató tanto a sus padres como a su mujer y a sus hijos. El castigo
corporal a menores entonces era normal, también cuando yo era niña, incluso
ahora la mayoría de padres lo justifica a pesar de que en España está
totalmente abolido y por tanto constituye abuso infantil en toda regla (desde 2007).
Sus nietos, que apenas lo conocimos, todavía tenemos que vivir con las secuelas
del maltrato que nos pasó en herencia; nada del otro mundo tampoco: lo normal
en todas las familias. Muchas veces le he preguntado a mi madre cómo eran mis
bisabuelos, a los que yo recuerdo como dos viejecitos indefensos, qué le
hicieron a su único hijo para que se portara tan mal con las personas a las que más tendría que haber querido. Mi madre siempre me ha asegurado que eran buenos,
sobre todo con mi padre. Claro, compensaron con él lo que no le dieron a su
propio hijo. Por eso son tan importantes los abuelos: el sentimiento de culpa
es muy poderoso. Ahora estoy segura de que mi abuelo debió de tener una
infancia muy difícil, aunque no puedo demostrarlo, pero durante años me contenté
con la explicación de que la guerra lo traumatizó.
Cuando viajé por el sudeste asiático y visité
los campos de la muerte en Camboya o los museos de guerra de Vietnam llegué a
la conclusión de que las guerras son inherentes al ser humano y de que siempre
existirán. Han pasado catorce años y ya no pienso igual, porque desde entonces
he leído mucho más sobre historia y psicología y he tenido hijos. Ahora pienso
que los seres humanos nacen con la capacidad de desarrollar el bien o el mal y
que se decanten por uno o por otro depende directamente de la educación que
reciban en el ambiente familiar, sobre todo en los primeros años. Se pueden
señalar causas económicas, políticas y religiosas para las guerras y las
dictaduras, como llevan haciendo los historiadores y antropólogos durante
siglos, pero creo que ya no se debe seguir ignorando el papel de los padres de
cada época.
Antes de descubrir la psicohistoria yo ya
sospechaba que los dictadores más notorios de nuestra historia reciente
debieron de ser víctimas de una extrema crueldad de niños, igual que lo son los
psicópatas y la gran mayoría de enfermos mentales. Me interesé por sus
biografías y encontré un factor que se repetía en todas: maltrato por parte del
padre. Hitler, Stalin, Mao Tse Tung, Franco, Mussolini… tienen en común haber
odiado a su padre, y no sin razón: era un padre disciplinario y autoritario, en
algunos casos alcohólico, que les pegaba e insultaba, y les obligó a seguir una
carrera en contra de sus otros intereses: la literatura y el arte. El caso de
Saddam Hussein fue un poco diferente porque su padre murió antes de nacer él.
Su madre intentó abortar y cuando nació el bebé, lo envió a casa de un tío.
Poco después se volvió a casar y recuperó al pequeño Saddam, al que su
padrastro maltrató impunemente. Además, casi todos esos futuros dictadores siguieron
una carrera militar y crecieron en un ambiente de fundamentalismo religioso que
contribuyó aún más a gestar los genocidas en los que se convirtieron.
Sin embargo, creo que se les ha dado un
protagonismo excesivo a Hitler, Stalin, Mussolini, Franco, Pinochet (todavía no
he encontrado ninguna biografía que hable de la dura infancia del dictador
chileno, pero estoy convencida de que la tuvo; quizás es demasiado pronto para
que alguien la publique) y el resto de la tropa, pues, al fin y al cabo, ellos
no lo hicieron solos: tuvieron el apoyo de la sociedad. En una sociedad
patriarcal, autoritaria, moralista, y en la que se trata a la mujer como un ser
inferior, surgen dos tipos de individuos: los dictadores y los obedientes. Los
segundos son los realmente peligrosos, pues sin seguidores un dictador no es
nada. Esos fueron los que escogieron a Hitler democráticamente y los que toleraron
una dictadura de cuarenta años en España. A los obedientes también los
maltrataron de niños y se convirtieron en adultos faltos de empatía, que o no actúan
ante el mal que hacen otros, o se unen a ellos por inercia.
Hoy en día no se concibe que en España o
Alemania haya una dictadura porque la sociedad ha evolucionado. Además, no
ocurre que dos países democráticos entren en guerra. Pero sigue habiendo niños
maltratados que inconscientemente vengan sus heridas de la infancia contra el
mundo: son los políticos que abusan de su poder. Pero ¿quién sigue votándolos?
Los obedientes que confían más en la autoridad que en su propia capacidad de
pensamiento crítico.
Creo que el papel de la familia y los padres
es crucial para el buen desarrollo de la sociedad y me apena que se le siga
dando tan poca importancia. De todos modos, me siento muy optimista porque es
evidente que estamos evolucionando, a pesar de que se dan muchos pasos hacia
atrás. A medida que pasan los años hay más estados democráticos en el mundo y
menos totalitarios. Por eso creo que algún día dejarán de existir las guerras,
quizás dentro de solo cien años. El crimen también está decreciendo en todos
los países democráticos del mundo. Estamos evolucionando mucho, y no hablo de
tecnología sino de evolución emocional. Quizás sea más difícil verlo porque en
lo emocional y psicológico hay constantes contratiempos, mientras que en lo
tecnológico es evidente que siempre vamos hacia delante, aunque a menudo en
detrimento de la naturaleza. Por ejemplo, es un gran contratiempo ser una
sociedad tan drogodependiente. Que cada año se diagnostiquen más casos de TDAH
y se recurra rápidamente a la medicación es una gran desgracia en el buen
camino de tratar mejor a nuestros hijos. Y vuelvo a lo mismo: detrás de las grandes
corporaciones hay individuos heridos y ansiosos de poder y de dinero, y los
padres que medican a sus hijos tan confiados en la autoridad son los obedientes
y cobardes que se niegan a ahondar en el problema y a sacar a sus hijos de un
sistema en el que no encajan. Aun así, insisto en que hay razón para el
optimismo. Cada vez que oigo a alguien decir o leo por ahí algún artículo que
dice que tiempos pasados fueron mejores, que los niños antes eran más felices
con menos, me cuesta mucho callar: no
es verdad. Lo que pasa es que el consumismo que nos acosa por todas partes
es otro contratiempo y en las últimas décadas los niños se han convertido en
las víctimas perfectas. Los niños de hoy en día son más felices que los de hace
treinta años, y los de hace treinta años lo fueron más que los de hace
cincuenta. Así que los hijos de nuestros hijos serán aún más felices y toda la
sociedad se beneficiará. Y esto es así porque cada vez hay más padres que
tratan mejor a sus hijos, con más respeto y empatía. Cuando a un niño se le cría
con respeto, compasión, amor, empatía… no es posible que se convierta en un ser
egoísta y malvado. No deja de sorprenderme que haya gente que me cuestione
esto. Gente que parece leída e inteligente me ha dicho: «Debe de haber casos en
los que se les dio solo amor y aun así salieron psicópatas». No, no lo creo. Y
quien lo crea quizás no sepa lo que significa realmente educar con empatía y
respeto, algo que no debe confundirse con la permisividad y la sobreprotección,
que son tan nocivas para los niños como el autoritarismo.
Para demostrar el holocausto infantil que han
perpetrado los humanos a lo largo de las épocas, voy a resumir la Historia de la infancia según el psicohistoriador más notable de hoy en día, Lloyd de Mause, que destaca seis
modos paterno-filiales: infanticida, de abandono,
ambivalente, de intrusión, de socialización, y de ayuda. El modo infanticida se
caracteriza por el sacrificio de niños y era lo normal en las sociedades
tribales mesoamericanas, los incas, los cartagineses, los fenicios, los asirios…
Los griegos y los romanos no practicaban estos sacrificios pero abandonaban a
los bebés y niños a su muerte, algo totalmente aceptado por la sociedad. El
modo del abandono era la norma en la Edad Media: se inmovilizaba a los bebés,
se abandonaban en orfanatos o monasterios, se enviaban a los niños a otras familias
como aprendices; apareció la figura de la nodriza o ama de leche, que a menudo
mataba a sus propios hijos para amamantar a otros. En el modo ambivalente,
propio de los siglos XVI y VXII, ya no se abandonaban a
los niños en los monasterios, pero se les pegaba y mataba; también se lloraban
sus muertes. Los padres ambivalentes son capaces de mostrar hacia sus hijos amor
y odio extremos sin que un sentimiento afecte al otro. El modo de intrusión se
caracteriza por el abuso psicológico: el uso de la culpa, las amenazas del
infierno, la obligación de ir al baño a
ciertas horas, la represión de la sexualidad infantil; fue lo normal en el
siglo XVIII, época en la que nació también la pediatría y la empatía hacia los
niños. El modo de socialización (siglos XIX y XX) usa la disciplina mental: se enseña a los niños a seguir los deseos
de los adultos, que los educan para servir a la sociedad, incluso como mano de
obra barata; se da mucha importancia a las buenas maneras y la escolarización
es obligatoria. Es el que todavía prevalece hoy en día en Occidente, aunque
empieza a ganar terreno el modo de ayuda (a mí no me gusta este término pero es
el que usa de Mause; yo me veo más como una guía, no una ayuda): se termina por
completo la humillación del niño y la insistencia de los adultos por
controlarlo; los padres ayudan al niño a conseguir sus propias metas en vez de
socializarlo para conseguir lo que los adultos esperan de él. En el modo de
ayuda la escolarización obligatoria no tiene cabida y desaparecerá a favor de
la educación libre, el aprendizaje natural y la automotivación, o las escuelas
democráticas, donde los niños escogen lo que quieren aprender.
Todos estos modos coexisten hoy en el mundo y,
a excepción del último, se relacionan con trastornos psiquiátricos. La mayoría
de padres que conozco usan aún el modo de socialización para educar a sus hijos,
en mayor o menor grado. El modo de ayuda es el del futuro próximo y cada vez
hay más padres que poco a poco se van adaptando a él.
Con este artículo he querido mostrar que la manera en que se trata a los niños afecta directamente a la evolución de la sociedad y que está en nuestras manos conseguir la paz en el mundo. No es ninguna utopía: está a nuestro alcance, aunque queda mucho por hacer. Para terminar, me gustaría recomendar el libro que me ha inspirado a escribirlo: Parenting for a Peaceful World, del psicólogo australiano Robin Grille, a quien he tenido la gran suerte de conocer en persona. No está traducido al español, según él mismo me dijo, porque ninguna editorial española o latinoamericana se ha interesado por traducirlo a pesar de haberse vendido muy bien en Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda.