Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Los peligros de la obediencia

Los que me conocen un poco sabrán que entre ser obediente o consciente, yo me decanto por lo segundo. Detesto seguir órdenes y por eso he huído toda la vida de personas controladoras y autoritarias, por eso trabajo para mí misma a riesgo de tener menos seguridad financiera y por eso no envío a mis hijos al colegio. Allí los enseñan a pasar por el tubo, y si a mí no me gusta que me hagan eso, ¿cómo voy a hacer que se lo hagan a las dos personitas que más quiero en el mundo? Eso de no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti es una de mis máximas. Así que tampoco me gusta mandar. Vive y deja vivir, esa es otra máxima. Yo solo cuento lo que hago y lo que pienso, por si a alguien le interesa. Pero resulta que hay gente a la que le gusta mandar, pero que no le manden. Seguro que todos conocemos a muchos de esos. Y luego hay otros a los que no les importa seguir órdenes, sin consultarlo mucho con su conciencia. Apostaría a que la gran mayoría de gente diría, no, yo no soy así, a mí tampoco me gusta obedecer.
Pues no, parece ser que la mayoría de los adultos son obedientes. Para mucha gente eso es una buena noticia, porque la obediencia está muy valorada, y no es de extrañar: con un colectivo obediente se consigue orden y progreso. Con ese fin se originó el sistema educativo prusiano a finales del siglo xviii, del cual todavía se conserva la estructura, con tests estandarizados, un sistema de premios y castigos, etc. Aunque en algunos casos se admire la rebeldía, la originalidad o la diferencia, la mayoría de adultos también prefiere que los niños sean dóciles, que sigan las normas, que trabajen, que no den problemas… Yo cuando veo un niño así, tan buenecito, tan conformista, me pregunto: ¿es así porque sí, porque es parte de su esencia? o ¿es así porque en sus pocos años el sistema ya ha conseguido moldearlo?
Es una de esas preguntas eternas que se hacen los psicólogos, psiquiatras, sociólogos, filósofos y también alguna gente como yo: ¿somos o nos hacen? ¿Naturaleza o cultura, y cuál de las dos tiene más fuerza?
De que se nos educa para obedecer a la autoridad no hay duda, y hoy en día la autoridad científica es tan poderosa como la religiosa. Pero hay gente más obediente que otra, más conformista. ¿Por qué son así?, ¿porque han tenido menos libertad de elección, menos opciones? No lo sé, pero lo cierto es que hay más obedientes que díscolos, y a mí eso me preocupa. Yo creo que hay que educar para pensar, no para obedecer «a los que saben más», pero estamos aún muy lejos de que eso suceda.

En 1961, un psicólogo estadounidense, Stanley Milgram, inició una serie de experimentos que se hicieron muy famosos, en parte porque se realizaron muchas veces más en las décadas siguientes y siempre con resultados similares, sin importar el país, la época, o el estamento social, nivel de educación y sexo de los participantes. Estos eran voluntarios a los que se les hizo creer que el estudio era para medir la efectividad del castigo en el aprendizaje. Según esto, los participantes, que hacían de maestros, castigaban a los alumnos con descargas eléctricas que iban en aumento cada vez que no respondían a unas preguntas de memoria correctamente. En realidad el objetivo de Milgram era otro: determinar cuánto dolor eran capaces de causar los participantes solo porque se lo pedían para un experimento científico. Las descargas eran ficticias y los alumnos eran actores a los que los participantes (los verdaderos sujetos del estudio) acababan de conocer. Milgram asoció el experimento al Holocausto, después del reciente juicio y condena a muerte de Adolf Eichmann, que en su defensa declaró que «solo seguía órdenes», es decir, cumplía con su deber. Después se argumentó que los experimentos de Milgram no recreaban fielmente las circunstancias del Holocausto, así que no sirven para determinar por qué tantos millones de personas fueron capaces de infligir tanto dolor a otros. Pero el principal descubrimiento del experimento, como escribió el propio Milgram, fue «la extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad». Antes de realizar la primera prueba, Milgram hizo una encuesta entre sus estudiantes de psicología y colegas psiquiatras, psicólogos y profesores, y todos opinaron que solo una minoría de sádicos llevaría a cabo el experimento. El resultado fue apabullante: el 65% administró la descarga eléctrica máxima de 450 voltios, a pesar de que con cada descarga el actor-alumno gritó y rogó que no siguiera. Aquí dejo un vídeo que explica los detalles.



El experimento de Milgram resultó muy controvertido y se llegó a decir que no era ético y había tenido consecuencias traumáticas para los participantes, aunque la mayoría de ellos expresaron que se alegraban de haber participado y haber sido conscientes así de su naturaleza humana.
Imagino que mucha gente pensará «yo no lo haría», pero claro que lo harían y lo siguen haciendo. No hace falta hacer más experimentos porque la vida misma lo demuestra cada día.
Voy a poner solo un ejemplo de cómo el ciudadano medio, en su mayoría, obedece antes a la autoridad, en este caso científica, que a su conciencia. Es un caso que a mí me afectó mucho, como ya saben los que me conocen, porque las víctimas fueron y continúan siendo el colectivo humano más vulnerable y al que más aprecio, admiración y apego le tengo: los niños.

Era más o menos el año 2003 cuando oí hablar por primera vez del famoso método que miles de padres estaban siguiendo en España para ayudar a sus hijos a dormir. Un neurólogo y fisiólogo catalán, Eduard Estivill, le puso su nombre, aunque no fue él quien lo inventó; por desgracia hace décadas que se practica en el resto del mundo occidental y es muy popular, aunque también tiene muchos detractores. El gobierno australiano hace años que lo desaconseja porque cree que pone en peligro la salud emocional del niño.
A mí, ver el libro Duérmete niño en la lista de los más vendidos —llegó a más de tres millones y se tradujo a veintidós idiomas— me horrorizó hasta un punto que no soy capaz de describir. Dejar a un bebé llorar durante periodos de tiempo controlados, reconfortarle con la voz sin abrazarle, abandonarle de nuevo para que se duerma solo en su cuna, limpiar su vómito sin alarmarse ni prestar atención a esta forma de «chantaje emocional» (en realidad el vómito es síntoma de un alto nivel de cortisol, la hormona del estrés) constituyen actos de maltrato psicológico. No podía creer que esto estuviera pasando en el siglo xxi y tan abiertamente; el doctor no paraba de salir en televisión y conceder entrevistas. Sobre todo, no me cabía en la cabeza que tantos padres y madres se negaran a dar cariño a sus hijos, ignorando su propia conciencia,  y obedecieran a un doctor porque sí, porque él decía que eso era lo que tenían que hacer, por su bien y por el del niño. Así mismo se lo dije a una amiga, pero ella me respondió como todos los padres desesperados porque sus bebés los despiertan por la noche: «Tú no tienes hijos, no sabes lo que es no poder dormir por culpa del niño y tener que ir a trabajar al día siguiente. El doctor dice que el método no perjudica al bebé, al contrario, y además, funciona». El dato a destacar es que, el doctor, que es el experto, asegura que esa crueldad no es perjudicial a largo plazo; los padres y el niño lo pasan mal mientras implementan el método, pero una vez conseguido, ya está, todos dormirán bien y serán felices. En otras palabras: el fin justifica los medios.
En el experimento de Milgram también se les dijo a los participantes que el alumno no sufriría ningún daño a largo plazo, por mucho que llorara y gritara a consecuencia de cada descarga eléctrica.
Cada vez que iba de visita a España se me revolvían las tripas por este tema, pero pensé que igual los padres tenían razón. Yo no estaba en su situación, no sabía qué suponía ser madre y no dormir por las noches. Hasta que lo supe, en 2006, y acabé de convencerme de lo inhumano del método. Entonces estuve segura de que pasará a la historia como un grave error, como cuando la compañía farmacéutica alemana Bayer promocionó la heroína para curar los catarros de los niños a principios del siglo pasado.
Por suerte, otro pediatra catalán, Carlos González, se hizo también famoso con su libro Bésame mucho. Descubrir que un experto esté de acuerdo con mi filosofía fue como encontrar una mina de oro. Lo mejor era que al menos ahora los padres podían ver las dos caras de la misma moneda y decidir a quién hacer caso. En defensa de Carlos González, al que admiro mucho, tengo que decir que él aboga por la intuición. Ahí es donde radica gran parte del problema, que desde pequeños se nos educa para obedecer y no para ser conscientes, seguir nuestra propia intuición, cometer nuestros propios errores y aprender de ellos. Si fuera de otra manera no serían tan necesarios y populares los libros de autoayuda.
He leído en algún blog que Estivill se retractó hace un año más o menos y ahora resulta que su famoso método ya no es tan bueno, aunque no sé qué hay de cierto en ello. En cualquier caso, yo le perdono, después de todo, es humano como todos y creo que se equivocó. Los padres que siguieron el método quedan absueltos de todo pecado, claro, ellos no tuvieron la culpa, ¡solo seguían las órdenes del médico! Pero el doctor solo les dijo que tenían que continuar, cada noche, no desistir, y se lo dijo amablemente, sin levantar la voz ni insultar, claro, porque lo hizo a través de un libro. En el experimento de Milgram también se les dijo a los participantes (solo cuatro veces) que tenían que continuar, siempre sin levantarles la voz ni amenazarles.
            Eso es lo alarmante de verdad, como escribió Milgram en 1974: «La gente ordinaria, que simplemente hace su trabajo y sin hostilidad particular por su parte, puede llegar a ser agente activo en un proceso destructivo terrible. Incluso cuando los efectos destructivos de su trabajo son patentes y se les pide que lleven a cabo acciones incompatibles con sus estándares fundamentales de moralidad, poca gente tiene los recursos necesarios para resistir a la autoridad».