Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

jueves, 20 de diciembre de 2012

«45 segundos», un relato

 
Llevo al menos cinco minutos sentado en la tabla, con las piernas a cada lado colgando dentro del agua y las manos chapoteando, de puro aburrimiento. Empiezo a sentir el frío congelarme las manos y los pies desnudos. Los dientes me castañean sin control, tengo la cara pálida y los labios morados. Dentro de menos de una hora todo mi cuerpo se teñirá de diferentes tonos pálidos y morados. Dentro de menos de una hora estaré muerto.

Pero mientras espero a que llegue la próxima ola todavía no sé que este día de frío otoño es el de mi muerte. Si lo supiera, ahora mismo nadaría hacia la orilla y daría el día por terminado. Por otro lado, si alguien o algo —un ángel, una voz, un presentimiento— me avisara de lo que va a pasar, no les creería y me quedaría donde estoy. El significado de eso debe de ser que no puedo escapar a mi destino, que ya está escrito.
       
No estoy cansado y quiero más. Hace más de una hora que estamos aquí, David, Tony y yo, y hemos pillado buenas olas. Y cuanto más buenas son más queremos. Ahora miro a mi derecha y a lo lejos puedo discernir sus perfiles entre las figuras de otros surfistas, todos escudriñando el horizonte. Si viene una buena ola se pondrán a manotear el agua como locos para alcanzar la cresta, y el frío que se les cala en el cuerpo se evaporará. Desde aquí se ven demasiado apretados, como si se tocaran unos a otros. Yo necesito mi espacio, así que estoy aquí solo, alejado. Supongo que por estar desmarcado, destaco y por eso me elegirán a mí. Elegirán a lo que parece una foca solitaria para saciar su hambre.

Lo curioso es —¿o debería decir irónico?— que esta foca no debería estar hoy en el lugar equivocado a la hora equivocada. Mi presencia aquí se decidió de improviso anoche, en el pub. Entre cervezas —creo que yo iba por la quinta o quizás la sexta, no sé, es difícil seguir la cuenta— empezamos a soltar salvajadas incoherentes hasta que uno de nosotros dijo por fin algo razonable: ¿Por qué no vamos a Santa Margarita el fin de semana? El pronóstico del tiempo pinta bien. Eso dio la noche por finalizada y dejamos de beber. (Ahora que caigo, se me hace extraño pensar que nunca más volveré a tomarme una cerveza). Saldríamos a las cuatro de la mañana para llegar justo antes del amanecer. Eso quería decir que me quedaban seis horas de sueño a partir de cuando llegara a casa. No era muy tarde así que llamé a Michelle para anular el plan de pasar el fin de semana juntos. Ella había salido con sus amigas para celebrar una despedida de soltera. Pareció contenta al oír mi voz, sin duda estaba ya más que achispada. No quise alargarme para no distraerla demasiado ni darle oportunidad a un reproche. Lo siento, cariño —le dije y noté al instante el efecto positivo que la esporádica palabra «cariño» causó—, tendremos que dejarlo para el próximo fin de semana. Mañana las olas estarán que ni pintadas y no nos las podemos perder, bajamos a Marga.

Tengo veintinueve años y esta es la relación más larga que he tenido: tres meses, para mí, una eternidad. Aun así, mis prioridades no han cambiado. Ella se mueve con cautela y acepta que el mar es mi primer amor. Aunque no hace surf, comparte este amor y no es celosa de él, y eso me hace pensar que me quiere. Sabiendo que me adora, yo tengo más libertad de seguir siendo quien soy, con lo bueno y sobre todo lo malo que eso conlleva. Podríamos decir que la figura dominante en esta relación soy yo. Quizás por eso haya durado tanto. No sé si la quiero, pero sé que es maravillosa, loca y atrevida. Puede que eso nos haga almas gemelas. Si le molestó el cambio de planes de anoche, es demasiado lista para haberlo demostrado. Divertios, te veré la semana que viene —esas fueron sus últimas palabras dirigidas a mí. Vale, nos vemos —dije yo. Y resulta que los dos mentíamos. No volveremos a vernos nunca más.

Si hubiera sabido que no iba a  volver a verla le habría dicho que la quiero, incluso sin estar seguro de ello. Cuando uno se va a morir, ¿qué más da que no sea verdad?, mejor que ella creyera que fue de la única mujer que estuve enamorado. Además, habría recordado mis últimas palabras durante años y años y habría sido algo bonito para contar a la familia y los amigos. Por otro lado, como nunca le he dicho nada parecido antes, se habría extrañado y después de mi muerte le habría dado vueltas al porqué dije lo que dije, ¿es que sabía de alguna manera que iba a morirme? No, no lo sabía. Si lo hubiera sabido, tal como he dicho, habría intentado evitarlo. Mirado de esta manera, es muy poco realista que le hubiera dicho que la quiero anoche por primera vez y por el móvil, con la música y los sonidos de gente en proceso de embriaguez como telón de fondo a ambos lados de la línea.

De cualquier manera, yo no debería estar aquí. Debería estar pasando el fin de semana con Michelle. O no, porque... ¿no decido siempre todo en el momento, sin planear nada? No importa, no puedo seguir comiéndome el coco con «y si hubiera hecho esto y si hubiera hecho lo otro». Estoy aquí, me guste o no me guste. Ellos están aquí —y eso sí que no me gusta, aunque todavía no lo sé—, acechando bajo la superficie desde poca profundidad. Pelearemos durante cuarenta y cinco segundos. Ellos ganarán; son dos contra uno. Yo perderé. Moriré. Y estos son los hechos. No hay nada que nadie pueda hacer, es ya demasiado tarde.

Mientras siento el primer mordisco, que es en la tabla y es el que me hace tambalear y caer al agua, mi mente se inunda con mil pensamientos a la vez. Primero viene la sorpresa —¿qué puede ser?, ¡una ola no!— y entonces, al ver qué es, la inmensa, casi incontenible conmoción. La mandíbula se aferra a la tabla y detrás de ella aparece la cabeza. Con el crujido, que me parece ensordecedor, yo caigo al agua y la tabla salta por los aires. Ahora solo pienso en una cosa: nadar lo más lejos posible. Pero no puedo: viene a por mí.

Antes de sentir el primer empujón logro gritar con toda la fuerza de mis pulmones. Me agarro a una aleta y le golpeo la cabeza una, dos, tres veces. Nunca he pegado a nada o a nadie con tanta violencia y empiezo a sentir las uñas rasgándome las palmas de las manos y los nudillos cortándome la piel. Sigo voceando y pegando fuerte, esperando asustarle, pero se me escapa de las manos. Oigo voces que no son la mía, vienen de la playa. ¡Venga, amigo, nada, nada, tú puedes! Y entonces veo al otro, moviéndose en círculos alrededor de mí.

Un centenar de cuchillos me perforan el abdomen y un regusto amargo de cerveza y pizza me sube a la garganta. La espuma está teñida del rojo de mi sangre. Los chicos de la playa siguen gritando, animándome. Uno de ellos vendrá a rescatar mi cuerpo ya sin vida, arriesgando la suya propia al meterse en este baño de sangre. Pero de momento todavía no sé que me voy a morir. De hecho, estoy pensando en los titulares de los periódicos si escapo de esta. Si vivo para contar la historia me convertiré en una especie de héroe. Esta idea me mantiene fuerte, pero ya no puedo moverme. El segundo bocado me perfora la arteria femoral.

De repente tengo sueño y me vienen a la cabeza los recuerdos más extraños. Me veo comiendo gusanos de seda a los tres años y a mamá riñéndome por eso, saliendo a pescar con papá, comiendo la tarta de limón y merengue de la abuela, haciendo surf por primera vez en la playa de la Golondrina a los doce años, poniéndome ciego en mi fiesta de cumpleaños a los veintiuno, buceando y cazando langostas con Mick, haciendo surf por las playas de todo el mundo, mandando a Gabi a la mierda, pasando la noche en comisaría por «violencia callejera» en San Fernando, haciendo el amor a Michelle... Pequeños pedazos de mi vida se repiten delante de mis ojos. Así que ha llegado el momento: me estoy muriendo. ¿No es esto lo que dicen que pasa cuando uno se muere?

Pero no tengo miedo, incluso ahora. No siento pesar ni tristeza y no me arrepiento de nada. Solo siento el dolor que me va a hacer perder la conciencia. Y de repente: felicidad y gratitud por la vida que he tenido y por estar aquí ahora, haciendo lo que más me gusta. Si el tiempo se pudiera parar cuando todavía me queda un segundo de vida y algo o alguien —un ángel, una voz, un presentimiento— me dijera que tengo una última oportunidad de volver atrás, de evitar mi destino, seguiría sin escuchar. Solo quiero tumbarme aquí en el mar y mirar el cielo desde mi lecho eterno. Estoy muy cansado. Luego me levantaré y seguiré haciendo surf.




Este relato lo escribí en memoria de mi querido amigo Brad Smith, que murió en las circunstancias exactas que se relatan aquí, atacado por dos tiburones blancos el 10 de julio de 2004 en Gracetown, Western Australia. Los nombres de las personas y lugares del relato y su última noche son ficticios. Michelle no existió. Smithy, como le llamábamos cariñosamente, no tenía novia, ni coche, ni casa. Trabajaba a temporadas para poder viajar en busca de las mejores olas del mundo. Cuando estaba «en casa» vivía con sus padres, aunque pasaba más tiempo en el mar, haciendo submarinismo, surfeando, pescando o navegando en barco. Tomó su última ola muy cerca del lugar que le vio nacer.

                          Brad Smith, 23 de septiembre 1974 - 10 de julio 2004



jueves, 29 de noviembre de 2012

Desconectar con unos, conectar con otros; un viaje por la Australia profunda

Después de seis años y medio siendo la mamá de alguien y habiendo escogido la vía más natural de serlo, la menos común y entendida en los tiempos modernos que vivimos, todavía es mucha la gente que me dice que tengo que pensar más en mí, que no deje que mis hijos me esclavicen. Son comentarios de amigos y familiares que los hacen de buena fe, pero a veces me entristece comprobar que siguen sin entenderme. Los niños son los seres humanos más valiosos de nuestra sociedad y, sin embargo, los más vulnerables. Cuando alguien me dice que mis hijos tienen demasiada libertad y que a mí me quitan tiempo para dedicar a mi propia vida, yo soy la única que puedo defenderlos. Fui yo quien escogí tenerlos y yo quien opta por caminar junto a ellos hasta que ellos mismos decidan que pueden hacerlo solos. Para mí no es ningún sacrificio, y lo único que me supo mal en un principio fue que no hubiera más gente allegada a mí que quisiera acompañarme en esta manera diferente de vivir la vida. No los he empujado del «nido» llevándolos al colegio porque creo firmemente que el sistema educativo occidental es perjudicial para los niños tanto en el plano académico como en el emocional y social. Yo he sido la que he tomado todas estas decisiones y soy muy consciente de las repercusiones que tendrán en nuestras vidas. Eso no me preocupa porque ya ahora observo los resultados positivos de mis decisiones. Además, ellos son más que felices —igual que yo— de poder estar todo el día conmigo, jugando, conversando, aprendiendo juntos algo nuevo cada día.

Lo que sí que alguna vez temo que me echen en cara es mi espíritu aventurero y sobre todo mi pasión por viajar, que no disminuyó cuando ellos llegaron a mi vida. Antes de cumplir un año, Dave ya había estado en siete países diferentes. Durante su segundo año de vida vivimos en Singapur; al regresar a Australia se pasó dos meses diciéndome que quería volver a casa. Un año después ya no se acordaba de Singapur, lo que para él había sido su hogar. Alex empezó a viajar antes de nacer; estando embarazada de él Dave y yo nos fuimos a Japón, donde experimentamos un escalofriante terremoto, con mucho miedo y excitación por mi parte y total inconsciencia onírica por parte de Dave. Y así hemos seguido hasta hoy, en que ya tienen 4 y 6 años, haciendo pequeños viajes y yo fantaseando con hacer de más grandes.

El junio pasado alquilé una autocaravana y nos fuimos a recorrer el norte de Australia Occidental durante un mes. Era la primera vez que hacíamos algo así y quise ver cómo se lo tomaban los niños para, en el futuro, hacer un viaje más ambicioso y largo en autocaravana. Emprendimos la aventura los tres con mucha ilusión. El invierno acababa de empezar en Australia y en las noticias habían anunciado tormentas. Pero nosotros íbamos hacia el norte y al cabo de una semana volveríamos a disfrutar de un clima más templado. A las pocas horas de salir mi móvil se quedó sin cobertura y no volvería a tener durante toda una semana. Tampoco tuve acceso a internet y en un principio me pregunté si sería capaz de soportar el síndrome de abstinencia, pues yo soy una de esas personas que comprueba su correo y las redes sociales varias veces al día. Descubrí que no solo no eché de menos conectarme sino que el hecho de saberme incomunicada añadió un elemento de excitación a la aventura.

La primera noche la pasamos aparcados al lado de un famoso monasterio español de la primera mitad del siglo XIX, antiquísimo según los estándares australianos, sin que nadie de nuestro mundo supiera nada de nosotros. Fuera el viento soplaba con fuerza y llovía a cántaros. Durante la noche el ruido ensordecedor de las gotas chocando contra el techo de metal me despertó varias veces. Además, descubrimos una gotera en la caravana, y al repiqueteo de fuera se le unió el del agua del interior al caer en una olla. Todo contribuía a la autenticidad de la experiencia. Pero la única que estaba emocionada con tanta aventura era yo. Dave y Alex lloraron antes de dormirnos y dijeron que querían volver a casa. Es en momentos como ese cuando siento el asomo de la culpa y me pregunto si algún día me recriminarán que no sea una mamá como las demás. Pero como ya son años los que llevo conviviendo con ellos y aprendiendo tanto de ellos, sabía que la primera noche de un viaje es siempre la de mayor aprensión; después se lanzarían a la aventura con tanto entusiasmo como yo.

Seguimos sufriendo la lluvia y la gotera durante una semana en la que nos adentramos cada vez más en el interior, pasando por poblaciones de pocos centenares de habitantes y la mayoría aborígenes. Un momento memorable fue cuando cruzamos la frontera al Outback australiano, esa vasta, remota y árida extensión de zona deshabitada. La carretera dejó de ser asfalto para ser ya solo de tierra y durante kilómetros y kilómetros no nos cruzaríamos con ningún otro vehículo. Llevábamos cuatro días sin hablar con nadie más que la gente de los pueblos en los que parábamos a comprar suministros y pasar la noche. No había planeado esta desconexión tan total, pero me gustaba; no pensé que nadie se preocuparía por nosotros porque les había dicho a todos que si no aparecíamos en las noticias de las seis es que estábamos bien.

En los pueblos íbamos siempre en busca de algún parque para que los niños jugaran, pero en el outback solo había entretenimiento para los niños en las escuelas. Los alumnos eran todos aborígenes, pero los profesores y encargados de llevar una de las pequeñas escuelas a la que nos acercamos para jugar eran gente blanca.

—No conviene que tus hijos jueguen con estos niños —me advirtió un joven pelirrojo con la piel como la leche, gafas de culo de botella y marcado acento británico. Quizás había venido a trabajar a Australia en una working holiday.
—¿Por qué no? —Me sorprendió el aviso. Yo lo que pretendía precisamente era que mis hijos se relacionaran con los primeros habitantes de este país, algo que no tenían ninguna oportunidad de hacer donde vivimos, una zona opulenta en la que no hay cabida para la gente humilde.
—Porque tienen la lengua muy larga. Están todo el día insultando y diciendo palabrotas, y pueden ser violentos. No están bien integrados, son todos hijos de padres alcohólicos.
—Mami, ¿qué son cólicos?— preguntó Dave estirándome de la manga.
—Cólicos son lo que me entra a mí al recordar la destrucción y explotación de la cultura aborígen australiana por parte del hombre blanco y la devastadora metedura de pata en nombre de la maldita integración. Y al-cohólicos son los enfermos crónicos en los que se convierten algunos después de doscientos años de pobreza, desempleo, discriminación, racismo y aburrimiento.
—¿Y les duele?
—Sí, tanto los cólicos como los alcohólicos duelen mucho. Pero sigamos la charla dentro de un par de años. Ahora vamos a jugar con estos niños, que parecen muy simpáticos.

Y jugaron y se lo pasaron bien. Y les recordé que yo no he nacido aquí, igual que más de una tercera parte de los australianos, y que de sus abuelos solo uno es nacido aquí, de sus bisabuelos ninguno; mientras que los ascendientes de estos niños llevan en Australia más de cuarenta mil años, pero de ellos quedan ya muy pocos. Y volví a alegrarme de haber hecho este viaje, de estar tan lejos y de exponer un poco a mis hijos a otra cultura sin haber salido del país.

Después de una semana volvimos a dirigirnos hacia la costa y de repente mi móvil entró en cobertura. Detuve la autocaravana, alarmada por la cantidad de pitidos que me alertaron de numerosos mensajes de texto y llamadas perdidas. Eran de amigos y familiares que se preguntaban dónde estábamos y se ofrecían para ir a comprobar los daños en mi casa. Así fue como me enteré que el día después de nuestra marcha se había desencadenado un huracán en la costa sur que había hecho caer árboles y provocado muchos destrozos en varias propiedades de la zona donde vivimos. Con la suerte que suele acompañarme en los viajes, nosotros nos habíamos librado del huracán justo un día antes, conduciendo en la dirección opuesta a la que se dirigía.

martes, 2 de octubre de 2012

Los libros pirateados son como la mala hierba: nunca mueren


     —Tengo una sorpresa para ti —dijo mi amiga Felipa depositando un pendrive en mi mano derecha—. ¡Más de dos mil libros!
     —¿Piratas? —fruncí el ceño—. ¿Pero cómo te atreves?
     —A ver —dijo mudando su sonrisa por una expresión de chulería y colocándose una mano en la cadera—, no me importa pagar uno, dos, tres y hasta cuatro euros por los libros autoeditados de ti y tus amigos, pero no me da la gana pagar doce euros. Yo no he hecho nada, estos me los ha pasado mi primo, que se los ha pasado un amigo, que se los ha bajado su jefe.
     —Vale, lo entiendo. Eso son las editoriales, que por avaricia u otros motivos igual de válidos, no pueden permitirse bajar los precios de los libros electrónicos. Los autoeditados, como que no tienen que pasar cuentas con nadie más, sí ponen los precios bajos y así todos contentos. Echaré un vistazo a los libros, pero espero que no haya ningún autoeditado, ¿eh?
     —No, no, devuélveme el pen —replicó Felipa, riendo—, que tú eres escritora y no está bien eso de robar libros de tus colegas.
     —¡Qué dices! Me encanta robar libros —cerré la mano con fuerza para que no me lo quitara.
     Más tarde, ya en casa, introduje el pendrive en mi portátil y fui repasando las diferentes carpetas con libros. Felipa me había advertido que tendría que pasar cada libro que me interesara por el programa Calibre para que fuera legible en el Kindle. Si me interesaban los dos mil y pico de libros tendría horas de trabajo. Le contesté que dudaba mucho que me interesara ni siquiera una tercera parte, pues según me había dicho ella misma, la mayoría eran superventas traducidas del inglés. En efecto, eso fue lo que me encontré. Muchos los había leído ya, casi todos eran traducciones (aquí una repelente nunca lee en castellano un libro que en original sea en inglés) y para los dos o tres que sí me interesaron decidí no molestarme en hacer el trabajo de conversión. Más fácil sería poner un correo electrónico pidiéndolos prestados a la biblioteca. En eso iba pensando cuando de repente uno de los nombres de los autores pareció parpadear en mi ordenador, llamándome la atención.
     No parpadeaba, lo que ocurría es que era un nombre muy familiar, alguien a quien conocía, con quien había mantenido correspondencia, a quien leía… En resumen, como había dicho Felipa: uno de mis amigos autoeditados. Mi reacción al ver ese nombre entre Ken Follett y María Dueñas fue de afrenta. Me dieron ganas de tirar el pendrive a la basura, me puse roja de ira, como si alguien hubiera entrado a robar en la casa de ese nombre, y yo lo supiera y ella no.
     —¡Oye, que me dijiste que no habría autoeditados! —le espeté a Felipa en una rápida llamada telefónica.
     —Eh, eh, no me dés la buya, que a mí me los han pasado y yo solo quería hacerte un favor.
     —Pues no me interesa. Te devolveré el pendrive y dame el teléfono del primo de tu jefe, que se va a enterar.
     —No es el primo de mi jefe, es el jefe de un amigo de mi primo.
     —Pues ese también se va a enterar. ¿Y ahora qué hago, se lo digo o me callo? —me sentía como si acabara de pillar a su marido con otra.
     —No se lo digas, ¿de qué sirve? Ya está hecho.
     —Y si hubiera pillado a su marido con otra, ¿tendría que callarme también? Total, seguro que ya lo habrían hecho.
     —Mmm… pues no.
     —¿Y si algún día me encuentro a tu marido con otra, ¿quieres que te lo diga o no?
     —Mi marido nunca se iría con otra.
     —¿Y con otro?
     —Tampoco.
     —Vale, entonces no te lo diré.
     Al cabo de dos días, cenando con mi amiga Lutecia, le hablé del pendrive y los miles de libros pirata. Ella también compra libros de autoeditados y deja que le pasen los otros, los caros. En contra de mis principios, le presté un objeto que no era mío. Hace muchos años que Felipa, Lutecia y yo nos conocemos. Felipa confía en mí y yo confío en Lutecia; sabía que me devolvería el pendrive intacto y Felipa sabía que yo se lo devolvería a ella en las mismas condiciones.
Días más tarde, en la playa, Lutecia me dijo que había introducido el pendrive en su ordenador, había repasado las diferentes carpetas, escogido algunos libros, intentado calibrar y convertir uno y después de una hora de infructuosa frustración, desistido en el empeño.
     —Pues dámelo, que se lo tengo que devolver a Felipa.
     —No, déjamelo unos días más, que lo volveré a intentar.
     Pasó una semana. Lutecia tenía que irse al Congo, y de repente recordé el pendrive y el hecho de que Lutecia y yo ya no volveríamos a vernos antes de su partida inminente.
     —Niña, el pendrive, lo necesito. Tendrás que llevarlo a una dirección de Barcelona que te daré, el lugar de trabajo de Felipa.
     —¿No te lo di ya? Es que lo he buscado por todas partes y no lo encuentro.
     —Yo no lo tengo.
     —Creo recordar que te lo di en el restaurante al que fuimos a comer después de la playa. Ese día llevabas una bolsa grande y no el bolso que llevas siempre. Seguro que lo pusiste allí y como era blanca y se te ensució mucho, al llegar a casa la debiste de poner en la lavadora, con el pendrive dentro.
     —No recuerdo que me lo dieras. Si no lo tienes en tu bolso, seguro que se lo diste a tu novio para que le echara un vistazo y debió de dejarlo enterrado en la arena junto a sus gafas de sol y el Kindle; ya sabes lo despistado que es.
     Durante los dos días siguientes las dos seguimos buscando, en la lavadora, en los bolsos, los bolsillos, la mochila del novio… El pendrive y los dos mil libros pirata habían desaparecido.
     —Ejem, tengo algo que decirte —empecé a confesarme a Felipa, no sin poder ocultar una risilla picarona mezclada con la vergüenza que sentía por mi falta de responsabilidad.
     —Si lo has hecho expresamente, no te ha salido bien —contestó ella cuando terminé de contarle la historia—. Antes de pasarte el pen hice una copia de seguridad, je, je.
     Picada por la curiosidad, me metí un día en internet y no me costó encontrar una página de libros piratas con mis dos libros publicados. ¡Qué sorpresa! Mi reacción me sorprendió a mí misma. No sentí que alguien usurpaba mi intimidad, todo lo contrario: ¡me sentí muy halagada! Alguien se había tomado el tiempo y la molestia de piratear mis libros. Está claro que hay mucha gente en el mundo que no da mucho valor a su tiempo y lo sacrifican continuamente por ahorrarse unos euros. Yo me siento afortunada de darle más valor al tiempo que al dinero, así que desde aquí quiero agradecer a ese alguien anónimo que pirateó mis libros, sacrificando su preciado tiempo por mí. Sigo pensando que lo podría haber empleado mejor haciendo cosas más productivas, y si tanto le interesaban mis libros pero no hasta el punto de considerar que debía pagarme por las innumerables horas que pasé escribiéndolos, podría haberme contactado directamente aquí: carmen.grau@gmail.com y se los habría enviado gratis.
     Para terminar, os dejo con esta cita: “ninguna obra se debería romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fruto. Porque, si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben”. A ver quién sabe quién la escribió y en qué año.